jueves, 27 de diciembre de 2007

Bella Razón

El olor de la soledad se le impregnó de modo tan mágico, al escuchar el portazo de salida, que terminó por forjarse en su corazón. La espera infernal avivaba la muerte de su mística virginidad, y revivía los monstruos de sus peores turbaciones arrastradas desde la infancia; el rincón de su negra y pesimista imaginación, donde colgaba el cuadro de una mujer violada.

Ya se percibía en el lugar el inconfundible síntoma de los sábados. El piar de los pájaros grises se transmitió por las líneas del aire, confundiéndose con los lejanos motores y arrullando el despertar de la desamparada cautiva. Una luz se colaba entre las cortinas roídas por el ahogo ajeno, embrollándose con los ruidos y absorbida por las blancas telas de la cama. Una luz negada a Mirel, que improvista de escapes de la realidad, abandonó el intento de trasladarse al mundo de los cuentos de hadas. Y si bien la situación se antojaba insufrible, la espera nocturna transcurrió indemne.

Mirel, con sus ojos verdes vendados, con los tobillos juntos, amarrados. Mirel, con su falda por escudo y por traidora. Mirel, tirada como se tiran las vacas para dormir. Cansada y aferrada a la fe de un dios que se inventó el viernes en la noche. Mirel comprobando que cuando la incertidumbre de la vida (o de la muerte) se apodera de los instintos y los sentimientos, no duelen tanto los recuerdos como apestan las cenizas del futuro tuerto. Mirel y su magnificencia, aliadas.

Diez horas habían ya transcurrido desde su captura al salir de una tienda departamental, y una del portazo matinal. Pero aquella espera no fue tan grande como la espera particular de una confirmación innecesaria que le diera el valor de arrojarse la lengua para atrás, pues el modo soez de su captura y las amenazas obscenas de sus captores la remontaron al rincón de su negra y pesimista imaginación. Mas logró sobrevivir con los ojos cerrados, chocando los dientes, mordiéndose los cachetes, dando todo por perdido y abandonándose moralmente a la agonía. Esperando la hora; su fin del mundo. La hora en que perdería la virginidad a través de una de las pruebas irrefutables de que el diablo es un desalmado y un traidor, y que sus batallas contra el bien no son una quimera, sino una conquista lenta de la índole terrenal. La hora en que su tiempo se detendría para nunca más volver a sucederse. La hora en que sus gritos se ahogarían en el páramo de su vulnerabilidad. La hora en que su madre, desesperada y atormentada, se rasgaría las bienaventuranzas católicas y maldeciría a Dios. La misma hora en que su padre chillaría a la policía: «¡Encuéntrenla!.» La hora en que sus conocidos se estremecerían con la sensación de un golpe invisible. La hora en cuyo punto retumbarían las caricias puras. La hora en que le subirían la falda: la hora en la que duele el futuro tuerto.

La luz terminó de colarse por las cortinas y terminó por colarse en la venda húmeda de lágrimas atolondradas y sin dirección. El desconcierto invadió los poros de Mirel cuando se alumbró su memoria, al reflexionar en las palabras que escuchó el viernes por la noche camino a la casa que no habría de ver en su estancia desconsolada sino hasta la noche del día en curso:

—Nos la echamos, y a la chingada. La aventamos a donde sea.

Fue con ese pensamiento que cerró la puerta del futuro y sus dolencias, y abordó el deseo indeliberado de rebobinar el pasado, antes de la hora mala.

No lo supo durante el día, pero el cuarto no era tan horripilante como se le figuró al oler la soledad. Había una limpieza en todos sus muebles digna de indagación. Las paredes estaban recubiertas de un tapiz rosa muy lujoso. Del techo colgaban dos lámparas que por el peso de su presencia más que por su propio peso, parecían retorcer la loza. El piso era de duela de buena calidad. Las cortinas guindas resguardaban el ámbito, como si una reina, acostada en la cama de ébano cubierta de sábanas de un blanco bendito y un aire libertador, fuera la poseedora del reino de las satisfacciones. Pero la reina no era una reina en realidad, ni el cuarto era un cuarto de un palacio, ni los príncipes eran príncipes, ni la satisfacción era satisfacción. Era más bien lo que los raptores llamaban un buen lugar para coger. Pero Mirel era Mirel.

Mirel era joven, blanca, de piel concisa y una sonrisa inocentemente teomaniaca. Su belleza había sido el centro de diversas discusiones sobre la profundidad y la veracidad de amar a una mujer movido por el simple hecho de ceder a sus encantos. Unos argumentaban que el amor no es si surge de sentimentalismos superficiales, pero otros argumentaban que la profundidad del amor no está en función de la profundidad de lo que lo provoca, sino en la claridad y la pasión que provoca. Lo cierto, y lo que nadie podía negar, ni con recursos científicos ni con dotes de inteligencia, porque lo habían padecido, era que ella tenía la desproporcionada cualidad de trastornar las noches con su rostro omnipresente en los sueños de cualquier hombre que la viera caminar y sonreír al mismo tiempo, así fuera un solo instante.

La facilidad y musicalidad de la voz y las palabras de Mirel sumaban otra trampa guardada que nunca habría de utilizar contra los hombres, como no lo hizo con ninguna, porque su belleza no era solamente estética, sino una prueba de que existen los seres con alma. Sin embargo, nunca sucumbió al catolicismo extremo a la que la orillaba su familia. Al contrario, desde niña se ligó a personas tan locas y tan artistas, por mera casualidad y gracia del todopoderoso, que a los diecisiete años, tirada como vaca en la cama, secuestrada para ser ultrajada, no parecía la niña aterrada por la inminente violación, sino la niña aterrada por la vergüenza de esperar un futuro tuerto, y por el coraje de saber que en esta maldita ciudad los delitos se dan como las ratas en las vías del tren, y que las autoridades siempre salen con sus discursos imbéciles y cobardes; y por la rabia de perder su virginidad con un par de changos con camisa.

Para sus desconocidos que dudaran de su magnificencia bastaba contar la historia entrecortada de los novios condenados:

Ninguno de los ocho hombres que la besaron en su adolescencia habían vuelto a construir un noviazgo, ni habían vuelto a besar sin evocar los labios de Mirel, ni habían vuelto a comer sin recordar el sabor y el olor de Mirel, ni habían vuelto a leer sin leer Mirel entre las palabras, ni habían vuelto a escribir sin escribir el nombre de Mirel en algún rincón, ni habían vuelto a fumar sin habérseles creado la curva de Mirel en el humo del cigarro, ni habían vuelto a tomar sin relacionar la figura de la botella con las caderas de Mirel, ni habían vuelto a tener sexo sin recapacitar en lo colosal que hubiera sido tenerlo con Mirel, ni habían vuelto a mirar la luna sin descifrar en sus manchas los defectos físicos ausentes en la piel de Mirel, ni habían vuelto a desear otro pecho, de modo tan tierno y triste, como desearon el de Mirel: ella tenía la exasperante gracia de dirigir las miradas clavadas en sus ojos a su pecho, y rebotarlas después balanceando su cabeza y acomodándose el cabello, y tenía la cualidad de hacerlo en tres segundos. Ni habían vuelto a platicar sin sacar a colación sus besos con tan conturbadora mujer, ni habían vuelto a despreciar la vida, ni habían vuelto a dejar de ir a misa los domingos, ni habían vuelto a ver un partido de fútbol sin referirse al campo de juego como los ojos de Mirel, ni se habían vuelto a hacer un moretón sin acordarse que ése es precisamente el color de la mirada de Mirel, ni habían vuelto a sudar sin ver en su sudor el sudor de Mirel en acción, ni habían vuelto a ver pornografía, ni habían vuelto a respirar sin sentir los suspiros de Mirel en su nariz, ni les había vuelto a deslumbrar la luz del sol.

Pero éstos eran unos changos. A Mirel de nada sirvió rememorar sus cualidades y sus derivaciones.

Y sin tener indicios de la inauguración de su fin del mundo, Mirel tuvo la impresión, en una hora extraviada del día, de que iniciaba su mala hora. Y sin más, sola en el cuarto, con los ojos vendados, sólo acompañada por el olor a soledad y la nostalgia triangulando los vacíos, sintió cómo una mano le recorría la pierna, y cómo otra le quitaba los zapatos. Se conmovió. Sintió un respiro asmático en su oreja, unos labios húmedos en la frente, el abrir y cerrar de una boca poseída por el deseo sexual. Una lengua rasposa en su cuello. Escuchó los improperios de los dos hombres, y el sonido de dos hebillas de pantalón caer al suelo. Las cortinas guindas resguardaban el soliloquio lascivo de Mirel. La mano subía a la rodilla; a sus muslos temblorosos, patinando sobre el dulce vestido que la naturaleza le regaló a Mirel; blasfemando. Mirel gritó, y dio de vueltas como convulsionada, y cayó de la cama. En el subconsciente avistó la sombra de aquella escena. Pero los tirantes se resbalaban de todos modos en su imaginación. Y las piernas se abrían, como se abren las de los pollos. Y los ojos se cerraban, tras la venda, como los cierran las personas al estornudar. Ahora sí, su hora se acercaba. Las manos viriles controlaron sus movimientos. Los gritos desgarradores inundaron el espacio. La blusa se deslizó por sus pechos, por su abdomen, doblándose y doblándose, poco a poco, y llegó a la cintura. La falda se quebró, junto con su sangre. La piel erizada de su cuerpo le recordó el frío que cala en los baños de diciembre. Las manos invasoras osaron pecar transitando su hermoso cuerpo. Su garganta perdía fuerza. La certidumbre falsa, que la invadió cuando se retorcieron sus dedos y se desbordaron las lágrimas por la boca y vibraron sus muslos, de haber perdido su virginidad, la puso en un profundo sueño que se prolongó toda la mañana, toda la tarde, y que finalizó en la noche. Sus secuestradores ni se asomaron. Ellos debatían al calor de un incendio de contrariedades. El aire que se impregnó en Mirel por la mañana, cuando cerraron la puerta, después de admirarla toda la madrugada, no fue casual.

Despertó. La blusa continuaba en su lugar, no había cinturones en el piso. Su falda tan sólo estaba desacomodada. Las cortinas le dijeron a los muebles, y los muebles le dijeron al aire, y el aire le dijo a las líneas flotantes, y éstas se encargaron de traspasar la venda de Mirel, y de perforar su cráneo y de inmiscuirse en la parte más activa de su cerebro, y le dijeron: no pasó nada.

Fue entonces cuando se consumó una leyenda urbana. Se abrió la puerta, y el olor a soledad se fugó velozmente, y un aire denso de incertinidad constituyó un remolino crepuscular.

—A la mierda con todo esto —dijo uno—. Quítale la venda.

Se la quitaron.

Mirel no logró ver más que dos sombras sentadas en un sillón, frente a donde quedó tirada. El remolino cesó. Un silencio increíble gobernó el ambiente. La miraban, fascinados. Le miraban los ojos, sólo los ojos, con ojos desorbitados y gestos embrujados. La miraron por quince minutos, sin decirle nada, sin dar signos de vida, con una cara de hipnotizados. Mirel tuvo la impresión de testimoniar la maleabilidad del tiempo. Se levantaron, lentos, solemnes, y entrecruzaron las miradas. Caminaron a la puerta, y la cerraron, dejando a Mirel con los ojos descubiertos. No hubo olor a soledad, ni volvió el remolino. Mirel movió la cabeza, a un lado, al otro, arriba, abajo. Se tentó las uñas. Se revisó los muslos. Escuchó pasos. Entraron de nuevo.

—Recoge tus cosas.

Mirel las recogió. Se dirigieron al garaje, con paso apresurado. La metieron en un auto, y sólo uno de los dos se subió con ella. Mirel, sorprendida, atribuía la situación a un favor del cielo, sin saber la verdadera razón. El chofer condujo por una avenida principal. Mirel miraba la calle, alumbrada; los anuncios espectaculares, los semáforos, la gente de los carros, la gente caminando, la gente en los camiones, los árboles marchitos, sus maderas carcomidas, los puestos ambulantes, la tristeza y el desánimo de la noche.

Arribaron a un terreno baldío, seco, desde el cual se distinguían dos edificios altos que Mirel reconocía bien. El chofer estiró la mano, con un billete de cien pesos.

—Mire señorita, tome esto —dijo cabizbajo—. Y váyase a su casa.

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Girasol de una tarde común

«De repente, en el piso de abajo sonó un violín y dos dulces voces femeninas empezaron a cantar.

La canción le era familiar. ‘Una joven, paseando una noche por su jardín, oye de pronto sonidos misteriosos, tan extraños y llenos de encanto que reconoce que son una armonía celeste,

desconocida para nosotros los mortales, y después de oírlos vuela al cielo’.

Kovrin respiró y una gran tristeza llenó su alma. Allá dentro volvió a sentir la exquisita

sensación de delicia que por tanto tiempo tuvo olvidada.»

El monje negro, ANTÓN CHÉJOV

El viejo miró en diagonal hacia la nada, y frunció el ceño.

—¿Mujer?

—¿Sí?

—¿Lo hueles?

—Sí, huele a… —suspiró.

El viejo, que estaba sentado atrás del asiento del chofer, y del lado del pasillo, volvió a mirar, pero más agudamente, el vacío.

—¡Dios santo! ¿A qué huele? —dijo el viejo.

—Es un aroma lindo, juraría que lo he olido alguna vez.

El viejo volteó la cabeza de nuevo, pero ahora para mirar a la mujer que emanaba tan perturbador perfume. Perturbador porque… vaya, porque al viejo tenía años sin parársele la pistolita y tan solo respiró ese aroma y… La mujer en cuestión era una señora de figura no muy femenina, aunque cabe destacar que portaba un escote finamente escogido. El viejo la observó durante unos segundos, hasta que la mujer lo miró con firmeza, reprochándole el evidente hostigamiento, y entonces el viejo regresó la vista.

—Es increíble.

—¿Qué?

—El aroma, es increíble.

—Sí, huelo.

—Parece el olor de todas las cosas.

El viejo se volteó un poco para revisar los rostros de los demás pasajeros, con una curiosidad que le estallaba en los gestos.

—Mira, mujer, mira al señor del portafolios, tiene cara de niño de tres años.

—Viejo, ¿pero qué le pasa a aquella muchacha? ¡La del asiento del fondo!

—Está llorando, su amiga también, pero si hace unos minutos venían muertas de la risa…

—Mira viejo, la señora del vestido rojo. Observa sus labios, ¡se los destroza ella misma!

El viejo se alarmó. Todos los pasajeros, e incluso su propia esposa, comenzaban a experimentar una especie de comportamiento ineludible. Todos, menos la mujer que emanaba tan perturbador perfume. Estaba sujeta del tubo, con los puños bien puestos en él. Se distinguía en ella una postura de gacela. Desde que abordó el autobús no abandonó esa postura.

—Vieja, ¿te encuentras bien? ¿Vieja? ¡Tu nariz está sangrando!

El viejo notó que su mujer inhalaba, exhalaba, inhalaba, exhalaba, con paz inconmensurable. Pero al mismo tiempo advirtió la absurda posición de sus manos, que se llevaba al rostro y lentamente al cuello, muy lentamente. Se le ocurrió que la situación ameritaba detener el autobús, por eso se dirigió al chofer, pero era bastante tarde. La melancolía se había apoderado del rostro del chofer. El autobús subía a un puente, con curvas por aquí, por allá, a alta velocidad… Todos los pasajeros fallecieron en el accidente.

El día que los practicantes del Hospital General realizaron la autopsia a los cincuenta y cuatro muertos, que durante ocho días nadie reclamó ni reconoció como parientes, en el instante justo en que se deslizó el bisturí sobre el pecho del primer cadáver, un olor a girasol húmedo se impregnó en el ambiente; les revolcó la memoria.

Desde entonces mucha gente aconseja estudiar medicina forense.

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Funciones

"─Padre Manrique ─trató de explicarle un día─,

hay algo que me preocupa seriamente:

Cada vez que salgo con Baby Schiaffino termino agotado,

casi deshecho,

y sin embargo siempre quiero volverla a ver."

Alfredo Bryce Echenique, Baby Schiaffino

El pobre muchacho la vio bañándose tras la carpa del circo, a un lado de las jaulas. Leticia se cubrió los senos con los brazos en cruz y al pobre muchacho sencillamente se le detuvo el corazón. Ella corrió hacia la casa rodante y él se golpeó el pecho como para reaccionar y se fue cabizbajo a seguir caminando sin rumbo, y no vislumbró su enamoramiento sino cuando se reflejó desnudo en un charco del patio de su casucha, y se llevó la imagen color piel con una mancha de pelos en el centro a la mente, y su mano derecha al vientre bajo. Antes de ese martes, él no había presenciado más desnudez que la propia o la de sus catorce hermanos.

Leticia tenía pulidos todos los encantos de una mujer atractiva. Trapecista, malabarista y domadora de hienas del África según anunciaban los folletitos del circo London que tapizaron las calles de la pobre colonia. Aunque en realidad, de no haberse tratado de una chica tan perfecta, al pobre muchacho le hubiera causado el mismo efecto alucinante que la desnudez de Leticia. El miércoles el pobre muchacho recogió uno de aquellos folletitos que también eran cupones de diez pesos de descuento en la admisión de adulto, y entonces se dio por completo a la tarea de recolectar veinte pesos para el siguiente día, el día del estreno. ¡Venga a divertirse con su familia, sobre usted caerán cien toneladas de fe-li-ci-dad!, pregonaban las bocinas del carro publicitario. ¡Función de gala, función de estreno...!, uno miraba hacia el cielo y tras la avioneta amarilla se deshacían nubes de folletos.

Por vez primera el corazón del pobre muchacho experimentó un sentimiento relacionado con el amor. Su profunda ignorancia no le permitió idealizar a Leticia como una mujer con la cual anhelaba hacer el amor, o tomar una taza de té o un vaso de refresco, o caminar en el parque, pero le dio la oportunidad de no darse cuenta de ello. Fue así que su corazón dio los primeros pasos.

El pobre muchacho no conocía un circo por dentro.

Así pues, entre masturbaciones fugaces y pensamientos confusos, impaciencias y ruegos económicos, después de juntar los veinte pesos y de soportar la noche en vela, los dolores de cabeza y el malestar estomacal de la expectación, llegó la tarde del jueves y la hora del estreno.

Siete de la noche. Había muchos niños y las luces tiritantes lastimaban los ojos y olía a mierda de bestia. El pobre muchacho acompañado de su eterno semblante tarado, arribó al circo con dos horas de anticipación y fue la primera persona de gradas en entrar a la carpa y fue la persona que se sentó en primera fila de gradas en el punto medio de la media luna que formaban las gradas de madera.

Primera, segunda, tercera llamada. Iniciaron los malabaristas. Un impactante número en el que tres hombres malabareaban en triángulo dieciocho pelotas a la vez. Continuaron las más bellas princesas de los cuentos de hadas, y aunque el pobre muchacho no vio a Leticia más de tres segundos, no confundiría su rostro y su figura con las de otra mujer, y no la identificó entre ningún hada de cuento. El número siguiente fue el de las hienas salvajes del África, que fue más bien una simple exhibición que impresionó al público: las hienas parecen perros pero si les miras la cara dan ganas de huir. No ladraron. Tampoco apareció ella. Un niño de diez años dando maromas en un brincolín, un payaso cuya gracia era picarle el culo a un señor trajeado y hacer gestos de inocencia, un partido de fútbol entre dos equipos de cinco perros cada uno, un paseo por la pista sobre un poni a diez pesos venga traiga a su hijo. Minutos más tarde el intermedio.

El pobre muchacho se mordía la lengua, los cachetes, los dedos, los brazos. Le dio un tremendo coraje. Un coraje relacionado con el amor que años después recordaría como el único coraje placentero y hasta cierto punto feliz que tuvo en la vida.

La gente descendió de las gradas a comprar dulces: algodones de azúcar, manzanas rellenas de chile y cubiertas de caramelo, hamburguesas, refrescos, palomitas, nachos y cervezas. Pero el pobre muchacho se quedó enfocando lo que se encontraba justo frente a él, la unión de las dos cortinas guindas de donde salían los artistas y de donde de pronto salió un elefante montado por una mujer vestida con un traje lila que le cubría todo el cuerpo, y una bolsa negra en la cabeza. El público se entusiasmó y continuó la función. Con la bolsa en la cabeza, la mujer se paró en el lomo del elefante mientras éste daba vueltas a la pista con pasos lentos y agitando las orejas. El corazón del pobre muchacho casi se colapsa de incertidumbre, pero poco le duró el gusto de sufrir, porque la mujer se quitó la bolsa y resultó que no era mujer sino el payaso estelar, y todo el público lo festejó con una risotada sincera. Pero el pobre muchacho quería llorar.

El payaso se subió en el péndulo de la muerte, y al mismo tiempo unos equilibristas alteraron los nervios del público con sus suertes mágicas de amarrar a dos niños en los extremos de un tubo de tres metros y colocar el tubo en los pies del equilibrista-malabarista acostado y abandonar a sus facultades cirqueras la vida de los niños cuando éste comenzó a girar el tubo con los pies y el público ya no sabía si gritar o aplaudir cuando veían a los niños estirados y en remolinos y los pies del equilibrista moviéndose tan rápido como los dedos de un pianista profesional. Al pobre muchacho le alegró que el acto terminara sin accidentes, pero su espera desesperó en rabiosos desplantes que espantaron a los niños en las gradas.

Y los tigres de bengala, y Leticia no se apareció nunca.

Sin más uñas qué morder, se dejó gobernar por una tristeza relacionada con el amor que nunca había sentido en su vida, se golpeó el pecho como para reaccionar y se fue cabizbajo a seguir caminando sin rumbo. Años después el pobre muchacho, convertido ya en un pobre hombre, recordó aquella época como la única en la que estuvo vinculado con cosas relacionadas con el amor.

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Una pluma a ochenta kilómetros por hora

«Tanto más, digo, porque para disfrutar realmente el calor del cuerpo es necesario que alguna de las partes de éste sienta frío, porque en este mundo no existe cualidad alguna que no proceda del contraste.»

Hermann Melville, Moby Dick

La vida se desconcierta en los asientos del tren de una megalópolis: no soporta esa idea espantosa de malgastar el tiempo en viajes diametrales, por eso tiende a cerrar los ojos. Está comprobado. No tolera las imágenes barrocas de los vagones asfixiantes, porque nunca termina de inquietarse por la velocidad; por la impresión de que a ochenta kilómetros por hora los pensamientos se alargan en la mente. La puntualidad en riesgo basta para abrir los ojos, aunque permanezca el cuerpo dormido. Es el quehacer diario, el calor, qué más da si una niña te está rozando los dedos. Eh. Preferible hacerse el disimulado, y manotear un poco. La madre se dará cuenta, sin duda; espérala. Pero no, la niña seguirá tocándote, y si no te habrás parado del lugar será porque crees en la inocencia de los niños, que de lo contrario no tardarías en asociar esas caricias con la mujer que cada noche te comparte su almohada. Lo que no sabrás es que el sueño está dispuesto a traicionarte, a salir de tu cerebro para burlarse de ti, mientras en tu cabeza se desarrolla el acentuado deseo que ha incubado tu maldito sueño, que se reirá frente a tu cara. Tú no sabrás si la niña te acaricia. La curiosidad te sacudirá y voltearás la mirada y calcularás su edad: menos de quince años. Distinguirás que viste de rosa, de un rosa frío, un rosa que te daría frío si lloviera. Su madre cruzará su mirada con la tuya, la niña no percibirá tu escrutinio. Nervioso, regresarás tu mirada al lugar donde resuelve tu vida, que no termina de estar desconcertada. Verás los colores del arco iris en la oscuridad de tu sueño, los puntitos que parecen deambular como estrellas. Recordarás los pendientes del trabajo, la voz de tu jefe en tus orejas, en tus oídos. Y la niña seguirá tocándote, no ya solamente los dedos, ahora te acariciará el antebrazo. Andará con sus pequeñas uñas tu piel curtida. A ti te extrañará la actitud de la madre, cualquiera esperaría un regaño, un no molestes al señor, viene dormido. Pero echarás otro vistazo, esta vez arriesgándote a una exhibición de aquéllas, y notarás que la madre duerme, con la cabeza caída, colgando del cuello. Pensarás, adormilado, que está muerta, porque esas cosas se te ocurren en los sueños. Intentarás abrir los ojos. Reflexionarás antes de abrirlos, será probable que la gente te observe, y no con amabilidad. Hay escasas situaciones más refutadas socialmente que hostigar a una menor. Pero… ¡hostigar! ¡Ah!, comenzará a hartarte esa niña vestida de rosa. Aunque no podrás negar que es bella como pocas habías visto en tus cincuenta años de vida. Sin embargo, tú sólo te trasladas de tu casa al trabajo. No terminas de discurrir por qué una actividad tan simple se convierte en un martirio diario, y gruñes, como gato. Entonces temerás, porque con ese sonido indudablemente la gente, que gusta de los pleitos, se habrá dirigido hacia ti, acusadora. Y si consideramos que la niña ya te estará acariciando el cuello, y dando besitos en los dedos... La niña meterá tus dedos en su boca en el instante que gruñes; no resistirás más y abrirás los ojos, y te despojarás del sueño más rápido que un relámpago. Los verás, a todos ellos, dormidos. Mirarás a la derecha, a la izquierda, al centro, y no hallarás más que gente dormida, como colgándoles el cuello, casi muerta. Pero no harás nada con tus dedos, se quedarán dentro de la boca de la niña, que te chupará como gata en celo. Y el tren avanzará, a ochenta kilómetros por hora, con un montón de gente dormida, a excepción de la niña y tú, que simplemente te transportas. Al principio te dolerá el corazón, esas enfermedades del corazón debiste tomártelas con seriedad, sabes. Después, con los ojos bien abiertos, te dedicarás a observar a la niña, sin importar más lo inverosímil de tu estado. Notarás que es linda, que en su rostro respira la felicidad como en el espacio existe el vacío. Te hincarás en sus ojos, verdes, azules, y no dejarás de admirarla hasta que tus dedos abandonen su boca, porque cuando esto ocurra, ella se pondrá de pie, frente a ti, se trepará en ti, abrirá sus piernas para ti, y te lamerá la boca como nunca antes tu mujer te ha lamido. Entonces tú accederás a ese destino irrevocable. Volverás a cerrar los ojos, con una lengua dentro de tu boca, que se retuerce entre tus muelas y tus dientes. Extenderás tus brazos y la tomarás por detrás, y la montarás bien a tu cuerpo. Todo a ochenta kilómetros por hora, sabes. Escucharás los ronquidos espantosos de los pasajeros, y te retumbarán los gemidos de la niña, y te aturdirás. Y tornarás a los gritos del trabajo, a la fragilidad de tu mujer, a la estupidez de tus hijos. A tu sueño inconforme.

Ella desabotonará su blusa, de flores, y te mostrará sus pezones, rosas, y los restregará en tu cara, en tus mejillas; en tu boca. Y encontrará la forma de arrancarse la falda y romperte el pantalón y demás pudores inútiles, y se meterá tu pene en su cuerpo como se introduce una paleta entre los labios. Y en ese momento mandarás al diablo la farsa de tus hijos, que no son tuyos, y de tu mujer gimiendo en noches que nunca existieron. Y no serás virgen por más tiempo. Sólo entonces te permitiré morir, justo después de que la niña descienda del tren.

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Mirel pedalea en Zihuatanejo

(Parte I)

«¿Hay entre nosotros alguien que sea

lo bastante irreflexivo para esperar que

los hombres capaces de mofarse de la guillotina

serán intimidados por la amenaza de un infierno

de cuyos tormentos se han reído desde la niñez?»

Filosofía del tocador, MARQUÉS DE SADE

Mirel vivía en el mero pueblo, allá donde la comida sale barata. Era la niña más bella que todo Zihuatanejo en toda su historia había concebido. Incluso en la zona hotelera, sus rosadas y redondas mejillas le merecían las más escandalosas distinciones de las mujeres del bikini. Llamaban la atención sus intensos ojos verdes. Su madre le decía que eran ojos de lagartija, o de iguana, y que Dios se los había dado para que, cuando fuera grande, se conquistara un buen güerote y se largara para el otro lado a comer hamburguesas y conocer teatros.

Vendía pulseritas de perlas en la playa. Las ofrecía entre las mesas, entre los cocos y los pescados. No hubo un solo día en que no estuviera tentada a pellizcar uno de ellos, aunque, ya llegada la noche, no se detenía en vergüenzas inútiles, y buscaba entre los depósitos de las cocinas de los restaurantes de la playa las sobras que tanto le habían ayudado a crecer (su madre creía en Dios). Después se iba cantando hacia su casa.

Acostumbraba vestir una faldita azul muy corta, con holanes alrededor y un grabado de tulipanes. No había niño que no cayera rendido de cansancio al verla correr, con su falda entre los vientos, y sus brazos blancos y delgados, y sus cabellos de bebé. Muchos niños conocieron el amor, así, de repente, a los diez años. La veían pasar por las calles bulliciosas, abriéndose paso con su radiante algarabía, meneando la cabeza y agitando los pies. El sonido de sus huaraches era la señal inequívoca de su cercanía. Los niños aventaban los juguetes de madera, la paleta de limón; se deshacían de cualquier cosa que les estorbara para mirar con detenimiento el andar de Mirel, y cuando ella pasaba, abrían los ojos como si estuvieran viendo al mismísimo diablo emerger del mar. Se cuenta que un niño perdió un ojo (claro, esto se cuenta a raíz de…) cuando veía a la niña; literalmente le saltó, como una rana. Era simplemente espectacular. Eso sí, hubo posteriormente un grupo de padres que pregonaba, desde su enfoque antinatural, que esa niña fue una maldición para Zihuatanejo y la paz de sus niños. Sin embargo, no dejaron de sorprenderse al escuchar la historia del niño que, según dicen, interrumpiendo una discusión de adultos sobre el amor, sobre qué carajos es el amor, dijo:

—Señores, ¿qué es el amor sino lo que estoy sintiendo?

Naturalmente, los ahí presentes se intimidaron, y les costaron sus minutos desmenuzar la oración. No comprendieron cómo el niño había hablado como el poeta que visitaba las playas, famoso por tragar arena en los atardeceres, y declamar siempre el mismo poema hacia una tal Sonia, "¡Sonia, persigo tus cristalinas olas!" No había más libros que Biblias, y el niño, a sus ocho años, apenas había ingresado a la escuela. No sabía ni siquiera leer, y en realidad nunca dio indicios de ser capaz de pensar.

Hubo un acontecimiento que Mirel, la dócil niña Mirel, se negó a platicar. Un día, mientras caminaba sobre la playa ofreciendo sus pulseritas a los turistas, una hermosa niña de cabellos dorados y piel extremadamente blanca, y ojos azules, se le acercó. Mirel le dijo, con su español mexicano, costeño, que si quería comprar una pulsera. La niña, confundida por las palabras que no comprendió, le respondió en francés que no le entendía, que si no hablaba francés. Mirel le respondió, en francés, que si quería comprar una pulsera. La madre de la niña, viendo que su hija se había alejado un poco, y que estaba con una lugareña (no por su piel, sino por sus trapos), se acercó y tomó del brazo a su hija. Pero su hija le señaló una pulsera de perlitas verdes que Mirel sostenía en una tabla. Mirel se la ofreció, en francés, le dijo que costaba veinte pesos, y que estaba muy bonita, y que si no se la llevaba. Le dijo, en francés, en pulcro y original francés, que se la dejaba a diez pesos. La señora se extrañó de modo tal que fue por su marido, lo enteró de la situación y, asombrados, compraron la pulsera en treinta pesos. Mirel dio las gracias a la familia en francés. Y no fue sino hasta el anochecer, justo cuando comenzaba a zarandearse en su hamaca, que se preguntó cómo diablos habló francés.

Pero ya no tuvo tiempo de explicárselo, porque al día siguiente tomó su bicicleta, pedaleó como loca hacia la playa, atravesó por los hoteles, tiró sillas y mesas, bajó por una rampita hacia la arena, y se metió al mar. Abrió un tremendo surco, y aceleró por debajo del agua, destruyó arrecifes y descubrió tesoros, hasta que los pulmones le reventaron.

El atractivo turístico de Zihuatanejo es, evidentemente, la imagen que flota en medio del mar, que no descolocan ni los botes, ni los delfines ni las ballenas, que no lo explican ni los científicos ni nadie: una bicicleta con las ruedas hacia el cielo.

Incluso permanece en época de huracanes.

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Alizée Jacotey

(Parte II)

Tres minutos antes su niña compró una pulserita. Todavía la madre comentaba con su esposo el espectáculo increíble del espontáneo francés que aquella pequeña de ojos verdes había hablado mágicamente, como iluminada por un conocimiento nunca aprehendido, sosteniendo el madero atestado de pulseritas, en su interminable merodeo litoral.

Aullaba como loba en celo, sacudiendo los brazos a todos lados. El marido intentó serenarla, aunque él mismo se moría de miedo. Y es que perdieron de vista a la niña, y se la tragó el mar. Se formó una bola de curiosos que explicaban lo sucedido a los que se acercaban por montones, y trece jóvenes se dieron a la mortal tarea de salvar a la pequeña francesa, pero diez minutos más tarde emergieron a la playa sin la niña en los brazos. No había rastros, dijeron. Se alertó a la guardia costera y se dispusieron dos helicópteros y cinco lanchas motorizadas para encontrarla. Para entonces había transcurrido media hora. Los jóvenes salvavidas y el marido cargaron a la colmada mujer y la instalaron en su cuarto de hotel porque hizo varios intentos exasperados de meterse al mar. Había un mal tiempo. Comenzaba a anochecer. La mujer bajó del hotel y encontró en la playa a su marido charlando con los guardacostas. Veían volar a los helicópteros, y en los ojos del marido se reflejaba una certidumbre de resignación fatal. La mujer lloraba, pero también, al cabo de dos horas de búsqueda en las tinieblas, se resignó.

Al amanecer se suspendió el operativo de rescate. El matrimonio lloró a su hija, compraron arreglos florales y los echaron al mar. Rentaron un yate y dieron un último paseo por la zona en que su hija se disolvió.

Dos días después, cuando se encontraron plenamente en la soledad del cuarto de hotel, con el jugo de naranja y los mariscos acuosos y los limones de rigor, y la brisa del mar entrando por la ventana, y el murmullo lejano de los pescadores madrugadores, y el saborcillo a sal del aire, cayeron en la cuenta de que no se amaban, que el único eslabón que los unía era su fallecida hija. El marido se preparaba para la ducha matinal. Ella permaneció con el rostro embarrado en la almohada. Y entonces recordaron París, y el Sena y los treinta y cinco puentes que lo cruzan, la Torre Eiffel, y el Arco del Triunfo. A su gente y su fiesta. Resonaron en sus cerebros las campanas de la Catedral de Notre Dame. Y se plantearon hipótesis inservibles. Que qué sería de mi vida si no hubiera ido a aquella fiesta. Que qué sería de mi vida si hubiera abortado.

No se dirigieron la palabra hasta que por la ventana se colaron las gargantas de los pelícanos. Era el atardecer. El marido, que a medio día salió del cuarto sin decir una sola palabra, había retornado. Encontró a su mujer en la misma posición, y le informó que el vuelo salía en tres horas. Entumecida por el reposo, la mujer hizo las maletas tan pronto como pudo, y en un soplo ya estaban parados como árboles en el aeropuerto. El vuelo salió a las nueve con cuarenta y cinco minutos.

Situados de nuevo en su París longeva, con el rumor de los automóviles invadiendo su realidad, comprendieron que tenían que inventarse un eslabón, así fuera imaginariamente forzado, pues aunque intentaron la separación, en sus lugares de trabajo, en los cafés y los salones de baile, en todas partes, se hallaban uno al otro. El golpe final e inequívoco se dio una noche de abril en que el marido, desnudo él, se arrepintió en el último instante frente a una portentosa puta millonaria que había contratado. Entonces fue y buscó a su mujer en el departamento de sus primeras pasiones juveniles, y no la encontró con el rostro embarrado en la almohada, sino sentada a la mesa, con una cena que cocinaba y desechaba cada noche de los tres años que duró la separación. Su mujer fue leal siempre. No tuvo la necesidad de subirse las medias antes de la penetración, y huir de la cama de una persona desconocida, porque en los tres años no hizo más que trabajar como mula, evocar la risa de su hermosa hija, y recoger todas las noches la misma cena de todas las noches. El marido mudó sus pertenencias al departamento, y volvieron a ser la pareja feliz de años atrás. La situación económica era favorable. Sucedieron los meses y se transformaron en los mejores amigos.

Un día caluroso la mujer prorrumpió revoloteando del tocador con una prueba de embarazo entre los dedos. El marido asintió con la cabeza, y se abrazaron a llorar como niños huérfanos. Cuando el tamaño del vientre lo permitió, el ultrasonido arrojó la noticia de que era una niña. Recorrieron las mejores tiendas de París, y compraron la mejor cuna de París, la carreola más vistosa de París, las prenditas mejor confeccionadas de París, la andadera más funcional de París, y en fin, los juguetes más deseados de los bebés de París.

El médico recibió a la niña, salpicada de líquidos maternos, de sangre, y asociada con su madre por el retorcido cordón umbilical. El marido grabó en video toda la escena. Miraba fascinado a su nueva hija, cuya ternura y belleza le impresionaron tanto que creyó ver el parto de su primera bebé. En efecto, había un parecido grandioso. La enfermera puso en los brazos de la madre a la niña. La madre optó por rechazarla, porque lloraba tanto que se mandó llamar a los médicos para que la atendieran. Cuando se restableció de la analogía impactante, cargó a su hija, y le besó las mejillas, y la acarició como las madres hacen con los hijos. Dos días después la bautizaron con el nombre de Alizée Jacotey.

A los cinco años Alizée Jacotey era una niña formidable. Tenía el particular rostro francés, tez blanca, y unos ojazos verdes que perturbaban a los niños del colegio. Había sido educada en las más distinguidas escuelas de París, y ya hablaba regularmente el inglés, y se le notaba un extraño interés por el español, que surgió de las palabras que un maestro argentino les enseñaba en los ratos libres. Asistía a clases de violín por las tardes, y no había día en que no riera más de veinte minutos continuos por las cosquillas que le hacía su padre al volver del trabajo.

El verano les pilló en el deseo de volver a México, al mismo pueblo de casi diez años atrás: Zihuatanejo. Habían superado la muerte de su antigua hija, y no hallaron inconveniente alguno en que Alizée Jacotey diera un paseo por las aguas donde descansaba su hermana difunta. Además, a París llegaban noticias de la bicicleta que flotaba con las ruedas hacia arriba en medio del mar. Escépticos por su naturaleza culta, se rieron cuando leyeron en una página de paquetes turísticos: incluso permanece en época de huracanes. Ninguno se permitió creer tal atrocidad discordante, una bicicleta que flotaba siempre en el mismo lugar, a todas horas y sin importar el clima, qué cosa, pero fue un aliciente para adquirir los boletos de avión y cruzar el Atlántico, ya no más a los teatros de Nueva York, donde la niña se aburría terriblemente, ni a los parques de diversiones gigantescos de ratones orejones, sino a las playas cálidas desbordadas de gente dispuesta a disfrutar sencillamente del sol y el agua.

Se instalaron en el mismo hotel. Apenas terminaron de abrir maletas, fueron los tres a la playa para ver la bicicleta flotante que no consiguieron observar desde el avión. Se toparon con una construcción en medio de la playa, muy extraña. A simple vista se apreciaba un punto en medio del mar, tan distante que traicionaba a la vista. Con el pago de dos dólares uno podía subir a una plataforma y mirar a través de unos potentes binoculares la bicicleta oxidada, que según contaba la reciente leyenda, perteneció a la niña más bella que existió en Zihuatanejo. Los lugareños pregonaban la versión de que un día la niña se levantó de la cama, tomó la bicicleta, y pedaleó hasta el fondo del mar. El gobierno aceptaba el prodigio, y la comunidad científica mexicana e internacional aún no descifraban el enigma. La pareja europea se pasmó, e incluso un temor les exhortó volver a su país. La prueba de la bicicleta flotante era tan incuestionable que les infundía un miedo insólito. Sin embargo se quedaron. Y disfrutaron del sol y el agua.

Alizée Jacotey se divertía tanto que en su inocencia pidió a los padres vivir ahí toda la vida. Hizo amistades fugaces con los niños del hotel, y su diversión superior residía en construir castillos de arena, estupendos, minuciosos, y adornarlos de cangrejos. Ganó un concurso de figuras de arena. El violín que montó en la playa fue la novedad del día en Zihuatanejo. El padre sonreía orgulloso por la victoria de su hija y la madre se deshacía de felicidad.

En aquella algarabía familiar, una chiquilla de ojos verdes se acercó a ellos y les ofreció unas pulseritas. La mujer se murió de un paro cardiaco, y el marido quedó tan tieso de terror que años después aún estaba en el mismo lugar, en la misma posición, con la mueca del infierno repentino de ver a su hija difunta ofreciéndole una pulserita. Se convirtió en la segunda atracción de Zihuatanejo.

Mientras su madre caía al suelo y su padre se clavaba en él, Alizée Jacotey tomó de la mano a la chiquilla, la abrazó con ternura, le besó la mejilla, y a tres metros de ella se despidió con el brazo levantado, abriendo y cerrando el puño. La chiquilla de las pulseras dejó en la arena el madero, con una frialdad propia de una obra de teatro. Se diría que obedecía órdenes internas, que actuaba con movimientos predeterminados, que todo el ritual de dejar el madero en la arena, caminar el ancho de la playa, y tirarse bajo una ola y dejarse tragar por el mar, estaba perfectamente previsto.

De la misma forma sumisa, sin distraerse con sus padres cadavéricos, Alizée Jacotey tomó el madero y marchó como pelicano hacia el pueblo. Se le vio atravesar los hoteles, entre sillas blancas y albercas cloradas. Se le vio dejar atrás la zona hotelera y trotar los laberintos de las calles de Zihuatanejo.

Al abrir la puerta de la casucha de paja, una señora de semblante desagradable la recibió: «Mirel —le dijo— si me vendiste menos pulseras que ayer...»

Alizée Jacotey fue la única que, de las trece niñas que sucumbieron al inexplicable designio, supo que el sacrificio de identidad se debía a que cada cierto tiempo una francesa, adornada de lugareña, tenía que hundirse en el mar. Y por obviedad concluyó que otra debía sustituir a la eterna niña del madero atestado de pulseritas. Aunque en realidad nunca se explicó que la ahogada fuera posteriormente la misma niña del madero.

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A favor de la comodidad



Mi madre le teme a los vagabundos.

Hace dos semanas apareció uno en el cruce de avenida Taxqueña y avenida Tláhuac.

A diario, en el camino de mi casa a los cursos de francés, lo veía comiendo basura a puños llenos. Olía tremendamente a sudor. No llevaba camisa y tenía el pecho negro, bajo plastas increíbles de grasa seca de cerdo. Deambulaba entre los automóviles, en plena subida del nuevo puente.

Los policías que resguardan el banco de esa esquina nunca hacían nada, y no debían hacerlo. Les resultaba cómico.

Le insistí a mi madre que el señor no se metía con la gente, y menos con los automovilistas.

Pero mi madre es una persona muy terca, y yo la amo mucho.

Ayer le pedí la camioneta y le pasé por encima al drogo éste. Sentí en las llantas sus huesos.

Le marqué a mi madre y le avisé para que no anduviera de nervios.

Yo amo mucho a mi madre.

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El tedio de la mañana

El señor Jorge amarró las cortinas con un listón. Acomodó el cuerpo sobre la estufa, y vio claramente la explanada. La unidad habitacional parecía desierta, como todos los días. Ya los padres se disputan la vida a quién sabe cuántas estaciones del tren, y los hijos mayores hacen las veces de mulas en la central de abasto, mientras los pequeños se desnutren de profesores arrepentidos en colegios que se desmoronan. Pero los menos afortunados son los que están condenados a simplemente estar, estar. En el tedio de las mañanas, ofuscados de tanto motor lejano y de un mariachi perpetuo, de los recientes rayos del sol y de las cucarachas. ¿El remedio? Que la una de la tarde se desparrame sobre la colonia, y que los niños salgan de las escuelas, y se escuche su griterío, al menos, para encajar en este mundo. Cuando el señor Jorge amarró sus cortinas eran las once de la mañana. Del grupo de los menos afortunados saltaron dos a la explanada, pateaban un balón de fútbol. El señor Jorge, que por sus sesenta y cuatro años pertenecía al mismo círculo, los miró un par de minutos. Los niños también lo miraron a él, porque así como desde los edificios la explanada lucía vacía, desde la explanada se juzgaban los edificios por ruinas de una guerra atroz. Y al poco rato que comenzaron a jugar, Jorge se apareció recargado en el zaguán del edificio, llevaba en las manos un objeto muy brillante. Dirigió los rayos del sol a los ojos de los niños, y ellos notaron su presencia. Detuvieron el balón y lo saludaron con un ánimo infantil tan sincero que nadie hubiera adivinado la manera de mantenerlo intacto en tan inconveniente sitio para la infancia. El señor Jorge les mostró el reloj que traía en manos. De manecillas plateadas y números romanos en dorado, carátula negra y extensible también dorado, muy luminoso. Los niños, que nunca habían visto algo semejante, no sólo se sorprendieron, sino que por un momento cruzaron las miradas y esbozaron en su idioma la posibilidad de arrebatar el reloj al viejo y echarse a correr. El viejo tosía. Entonces les dijo: «Qué les parece si hacemos un combate entre ustedes dos, a golpes, y a quien gane le regalo el reloj.» Estaban acostumbrados a la violencia, al fin, y no eran tan inteligentes para improvisar un plan, y cada uno, de repente, ansió el reloj como se desearía conservar la vida. Uno de ellos pateó el balón debajo de un carro, agitó el cuerpo, dio unos brincos y se dijo dispuesto. El otro fue por el balón, pidió al viejo que lo cuidara mientras él ganaba el combate, porque después de ganado se llevaría el balón y el reloj a su casa. En vista de que lo daban por vencido, el primero arremetió al rostro de su combatiente, soltó los puños, lo derribó en el suelo. Una hemorragia severa brotó de la boca del otro, el cual, seguro de lo que hacía, con mucha serenidad, se puso de pie. Miró los ojos de su amigo, cerró los puños, y le propinó un fuerte golpe en la zona hepática, que lo dejó inmóvil durante unos segundos. Estalló la bomba: el primero rodeó el cuello de su amigo, se colgó de él, e intentaba derrumbarlo cuando el otro, que sabía lo que hacía, volteó el pecho hacia abajo y dio con su amigo en el suelo, y ahí se hicieron de golpes, incontables y mal dados. Quedaron abrazados y rodaron unos cinco o seis metros. El sudor de ambos se mezcló con la tierra y la mierda seca. Chocaron contra una reja. El que sabía lo que hacía corrió adonde el señor Jorge, se deshizo de su playera, y esperó a que su contrincante volviera a arremeterlo. Entonces este último, hábilmente, lo tomó de la nuca y estrelló su frente contra la otra. El señor Jorge no pudo contener la risa, pues esos golpes lastiman tanto una como otra cabeza. El que sabía lo que hacía, decidió terminar la pelea de una buena vez. Golpeó a su amigo entre la boca y la nariz, colocó su pie detrás de sus piernas, y le azotó la cabeza en tres ocasiones contra el cemento, tres ecos que se escucharon hasta las cortinas amarradas. Transcurrieron cinco minutos en los que se oyeron sólo gemidos. El vencedor se limpiaba la nariz, que desapareció entre tanta sangre. El derrotado se arrastraba a ninguna parte. Y el señor Jorge tosía. Con un paño frotó el cristal del reloj y se lo entregó al niño triunfante, el cual, como tenía dicho, guardó el reloj en su bolsillo, tomó el balón, y se fue a casa.

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Amar no son los labios de Carmen

"...tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez

será con mis labios,

tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de

mis labios sobre ti, no puedes saber dónde si no

abres los ojos, no los abras,

sentirás mi boca donde no sabes..."

ALESSANDRO BARICCO, Seda

Es el patio de una biblioteca que me ha llevado a conocer. Ella se turba cuando discute de política. Le falta el aire y sube los hombros. Qué fresca la tarde, me dice, y golpea la mesa de piedra y se roza la mejilla con los nudillos rojos. Boca abierta y atomizador a la garganta. Disimula el asma y me ve. Me ve y guarda su aparato. Y seguimos.

Lo que tú no entiendes es que ese pendejo no va a hacer nada por el país, seguiremos igual de jodidos, cómo quieres que te lo explique, me dice. Caen muchas hojitas de los árboles; vuelan como alfombras y se meten entre mi cuello y mi camisa. Los cubanos sí tienen huevos, ellos sí son cabrones, yo aquí sería la primera en quitarme la ropa para estar igual de chingada que todos… ¿dónde estás Fidel? Yo veo a Carmen, sus cejas en arco y sus labios, estéticos. Su ropa. La admiro, la reviso, la calculo. Inútilmente disparo argumentos. Es una tarde quieta y hace frío y el frío me gusta y Carmen me gusta y la biblioteca me gusta. Le falta el aire y sube los hombros. Bonito suéter de rayas negras y blancas.

Me duelen las nalgas, omito el reloj. Nos da risa, al final. Debatamos en otra ocasión que si no terminaremos de las greñas. Voy al baño, voy contigo. Mientras la espero analizo las columnas, las fotografías enormes en blanco y negro, al policía de la entrada, al viejo señor que va con la barba en el pecho, los cajones de las fichas bibliográficas, los detalles, al joven que viene. Camino en triángulos.

Carmen sale; al mismo lugar o adonde quieras. Tú decide, le digo. Vamos afuera. Y vamos. Niños, música, la noche advirtiendo. Ella parece distinta; a lo mejor los azulejos le dieron consejos. Nos sentamos en una banca. No más política. Se puede tener sexo sin hacer el amor, pero... ¿es posible hacer el amor sin tener sexo? Claro, en la vida es lo primero que aprendemos; a los cinco ya todos amaron, me dice (¿todos?). Pero vaya, que cuando el hombre penetra y el corazón se sale... Tú sabes, no es lo mismo. Y sudas. Y tiemblas. Y te retuerces. El cuello se destroza. Y los ojos se amontonan, en su sitio. Y las piernas se doblan. Tus manos son de acero. Y gimes. Quizás. Que la fidelidad, que las oportunidades, que la nada. El amor allá y el amor en la familia. El odio.

Respiración y palabras paseando mis orejas.

—Soy coqueta —dice.

—Ya veo —respondo.

Menuda Carmen: aparenta quince pero tiene veintiún años. Qué pedazo de mujer me vine a encontrar (recuerdo cuando Mirel creyó descubrir la maleabilidad del tiempo). Que la noche caiga con todo su peso y luego hablamos. ¡Hace mucho frío!, le digo. Se para frente a mí, baja el cierre de su chamarra y la abre cual águila a punto de volar. Abrázame. Mi cabeza cómoda, mis cabellos arropados, mis orejas en sus pulmones. Su cintura en mí. Una cintura fina, noto.

Hablo de no sé qué cosa y de repente volteo y me toma los labios con sus labios. Me mastica con ternura de madre. Yo escribo prosa, la beso con prosa: la suya es pasión de mujer poeta. El primer día que nos vemos. Y no es un beso tras otro, sino un beso en otro y en otro, y en cada abrir y cerrar mi corazón ya dio mil vueltas y mi cerebro se quebró de impaciencia. Profundidad breve. Me suelta. Mira mis ojos, yo los veo pero no basta. Ella aletea las pestañas. Carmen es poeta.

Le acaricio el costado del rostro y le tomo sus labios con mis labios, y ella toma mi lengua con su lengua, y la noche y las luces y la gente y el frío y el calor y la saliva y su cintura se funden. Cierra los ojos. Yo veo que cierra los ojos. Me altero demasiado. Ella se suelta de mis labios, sin más, contenta. Nos vamos, dice. La acompaño a su casa y me retiro. Pero no disfruto el beso en el camino de vuelta porque cuando uno tiene dieciséis años y sabe que Carmen ama a alguien que la ama es menester desenmarañar lo que uno siente antes de untarle miel a la imaginación. Pero ya en mi almohada, contagiado de mi adolescente algarabía…

Y de pronto, los gallos. Siempre los gallos.

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Viejos amigos

—Venga pa’ acá —le dije.
—Martha, ¡qué no escucha!

Entonces Martha, con los huesos duros y los muslos fríos, se untó algo pegajoso.

—¿Otra vez tú? —me dijo, todavía ungiéndose eso.

...Era diciembre; tuvimos que cerrar la ventana.

Tocadiscos o reloj no marques las horas

—Esa canción data de mil novecientos cincuenta y siete, imagínalo, que yo recuerdo perfectamente cuando mi madre me mandaba a tirar la basura que se la llevaban dos mulas en un contenedor bien oxidado, o cuando iba a comprar el petróleo para la estufa, que la estufa no es como la conoces hoy, no, antes había que ir a comprar petróleo, me lo vaciaban en un botecito, costaba quince centavos, que ya ni siquiera es posible transformarlos a los pesos actuales, porque antes el gasto alcanzaba por no decirte que nos sobraba para ir con la vecina Antonieta, que cobraba una miga por dejarnos ver televisión en su sala, principalmente los domingos; si tú supieras cómo eran los domingos de hace cincuenta años, afuera de las pulquerías los niños jugaban a patear una botella de vidrio, jugaban toda la tarde, terminaban en golpes y otras tantas en risas y retos, polvosos y raspados, pero la cosa se trataba de ir con la señora Antonieta a ver televisión en la noche y tomarse una taza de atole bien caliente y espeso: yo tenía varios amigos de la vecindad, eran unos canijos como no tienes idea, no sé cómo le hacían, pero convencían a la señora Antonieta de aceptarnos en su casa sin pagar un solo centavo a pesar de que era una fiera de mujer, tu maestro de historía diría que fue una de las primeras feministas de la época moderna, muchos no lo pensaban en su tiempo, porque vivió desde chica en fiestas de quince años y casamientos, no faltaba a ningún bautizo de la colonia, y no sabes cómo bailaba los danzones ni cómo resistía el pulque, pero cuando se trataba de defender a los niños de las pandillas que se reunían en las esquinas, se convertía en un monstruo, e intervenía en las batallas campales, y sacaba a los niños colgados de su espalda, como el Pípila… que por cierto, me llené de envidia con tu último viaje a Guanajuato, cuánto extraño las calles que van por debajo de la tierra y las minas antiguas y las casas de colores pastel, y la Plaza de Armas donde conocí a mi mujer, fue una noche de agosto, la recuerdo perfectamente, yo estaba con unos amigos dando vueltas a la plaza, tú sabes, para encontrar una chica, aunque en aquella época la tradición estaba más arraigada, el caminar de las jovencitas era de una cadencia…, los gringos nos miraban como si estuviéramos locos: las mujeres caminando en un sentido y los hombres en otro, y más o menos a las diez de la noche más de la mitad habíamos encontrado una pareja, y no me coge tu sorpresa, en Guanajuato siempre ha habido mujeres muy bellas, y más en aquella época, todas las niñas eran bellas, cualquiera de ellas podía enamorar al más cultivado que puedas suponer, no por nada Guanajuato y San Miguel de Allende están en su mayoría pobladas por extranjeros, que vienen a nuestras tierras para cruzarse con una morena carnuda y conquistarlas con su mal acento, que mira que yo no lo veo mal, han contribuido en buena parte a las ciudades y además convierten simples pueblerinas en personas civilizadas, qué mala suerte que toda mi vida he sido un pobretón, mi mujer nunca se subió a un avión y menos salió del país; estoy arrepentido, sabes, me hubiera gustado mucho conseguirle un viaje, aunque fuera a un país de Centroamérica, para que viera otras tierras, otra gente, imagínalo, que se fue a la tumba sin viajar, tan bella que fue y todo lo que merecía por criar a nueve escuincles y soportar a un inútil por esposo, y te lo digo no porque para mí sea cosa extraordinaria, que yo tampoco he viajado nada, pero tú, tanto que me hablas de París y sus calles hermosas y arboladas, y los museos enormes y colmados de turistas, que españoles que ingleses, esas cosas que me dices, digo, que imagines que mi mujer se fue al cielo sin viajar, y aprovecho la ocasión para decirte que rechazo la propuesta que me hiciste el otro día, yo no quiero viajar, en realidad, quiero morir en el pueblo, a un lado de mis vacas y mi cerdos; quiero que lo último que vea en este mundo sea a mi mujer, en la fotografía del recibidor, y no quiero tener mejor vida que ella, no la valgo, los remordimientos en el infierno han de ser insoportables… ¿Escuchas qué voz? Con esta canción la despidieron los mariachis. ¡El mejor trío de todos los tiempos! ¡…Reloj no maaaarques las hoooras, porque la vida se acaaaaaaaba…!

—Amélie.

—¿Qué dices?

—Una mujer —respondió el nieto—; la canción me recuerda a ella.

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Taxqueña en pelotas un viernes cualquiera




«El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas,

había que señalarlas con el dedo.»

GGM, Cien años de soledad

Las dos niñas, una mayor por unos tres años que la otra, besándose en el andén de la estación Taxqueña. Descalzas. Indígenas hasta los huesos. Se manoteaban en Náhuatl. Y la gente boquiabierta.

Héctor, claro, iba de prisa, sudando, y la imagen de las niñas le turbó aún más la paz que la prisa se había encargado de saturar. Tres estaciones adelante, la curiosidad ganó la partida: volvió tres estaciones atrás.

Y ahí estaban, las dos niñas, una mayor unos tres años que la otra, besándose en el andén. Se lamían con tal fuerza que parecíase una cacería de lenguas, un desenfrenado acto de sensualidad innata. El círculo alrededor de ellas se disipó al tronar del pito del policía, que sorprendido, no pudo más que tomar a las niñas por los brazos y llevarlas a la jefatura de estación. La jefa mandó sacarlas del lugar, y así fue, las cargaron y las trasladaron a la entrada, donde inicia el tianguis de cada estación, de toda la vida. Los gritos y las mercancías de China.

Pero Héctor lo vio todo, muy atento.

Las niñas se sentaron en el suelo, al lado de un hombre cuyo cuerpo solamente conservaba el tronco y la cabeza. Y comenzaron a besarse. Ninguna rebasaba los once años. Eran muy antiestéticas, y sucias. Tenían los pies negros, los dientes amarillos, y el aroma a orines secos.

Pero Héctor seguía viendo, muy atento. Sin importar la prisa. (No hay peor mujer que la que obliga a su pareja a correr para cumplir con la hora acordada.)

Con el dedo índice tocó el hombro de la niña mayor, sin tener un motivo claro para hacerlo, simplemente quería decirle alguna palabra, quizás separarla de su hermana. Pero la niña respondió en Náhuatl, y Héctor no entendió ni pizca.

Ellas juntaron sus labios de nuevo, y Héctor se dirigió a un teléfono público, y se recargó en él, para ver todo, muy atento.

Y así transcurrieron dos horas, a la entrada de la estación. La gente desfilaba frente a las niñas, y hacía comentarios en voz baja, pero nadie tuvo el valor de permanecer, observando, porque la escena daba una especie de pena común, tan vergonzosa e incómoda, que cualquier signo de interés en ella sería una imperdonable falta social, casi tan vergonzosa como la escena misma.

Hasta que Héctor se retiró, sin afán alguno de ayudar a esas indígenas pestilentes. Caminó, descendió las escaleras, compró un boleto en la taquilla, y se instaló en el túnel, con la vista hacia el umbral donde aparecen las luces del tren.

Las niñas, paralelamente, se pusieron de pie, corrieron las escaleras, esquivaron los torniquetes, e ingresaron al andén. Habían notado a Héctor, recargado en la caseta telefónica.

Cuando Héctor las vio, a su lado, una lágrima escapó a sus recatos. Les extendió la mano. Entonces se escuchó el ruido del tren, y apenas le dio tiempo de guardar la billetera.


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miércoles, 26 de diciembre de 2007

Monólogo cuarto o la fritanguera de los hombros hermosos

«Si accedes, ¿no te das cuentas de las alabanzas que en honor tuyo y mío brotarán en los labios de los hombres? Quién habrá que sea nativo, sea extranjero, que no diga de nosotras: ¡Vedlas, amigos. Esas son, esas dos hermanas que restauraron el hogar paterno, esas que les dieron consigno castigo a los asesinos cuando más fuerte parecían. En riesgo de morir ellas, mataron. Esas amarse deben, esas venerarse! En los festejos, en las públicas reuniones, a esas deben darse homenajes por su viril conducta.»

Sófocles, Electra

Nunca me había dedicado con semejante sutileza y minuciosidad a la contemplación de una mujer. Y nunca me figuré que el cuerpo humano ofreciera disputas tan empatadas y poderosamente embriagantes como ésta; pues al mirar los ágiles movimientos de tus manos, y su peculiar manejo de todos esos guisados y tortillas tostadas, y sus manchas de llameante aceite y el adorno de su escultórica levedad, y de pronto sin conciencia arrastrar la mirada al brillo de tus hombros, no menos limpios que un cielo de otoño, inefables al grado de incitar ira y sopor creativo, pienso absorto en la imposibilidad de abandonar este sitio sin traerte conmigo como esposa. Te acariciaría los hombros, si la decisión en mí radicara, el resto de la vida. Te relataría en los amaneceres el instante en que me di cuenta de que tus hombros son lo más hermoso que a la naturaleza se le ha ocurrido jamás, sin excepciones de ninguna índole. Y juntos cataríamos en la paz de un par de sábanas blancas el vino irrealizable de la eternidad. Porque o somos eternos o más vale morir de amargura. Ignoremos que la curvatura de la tierra unirá estas dos líneas, nos será suficiente imaginarnos en la perpetuación del amor, en el inacabable tobogán del tiempo. Desconozcamos que nos dirige a la muerte amarga. Repudiemos juntos la idea de que el infinito no es lo más bello del universo. Al diablo con ello, ¿qué infeliz se va a creer que la eternidad es una muerte amarga porque el aburrimiento es indisociable de la raza humana? Pero te aclaro, eso sí, que moriremos en el viaje. Por lo pronto no me creas, ni me oigas nada. Sólo desliza el tirante sobre tu hombro, y yo continuaré arrullándote las horas que exija nuestro placer.

Si tan sólo leyeras lo que en mi libreta escribo, te invadiría la locura. Vamos, me miras como si no fuera un poeta cretino sino un violador. ¿Nunca viste a un hombre escribir en una libreta? Lo admito, comer quesadillas y escribir al mismo tiempo no es quehacer común, pero los menesteres literarios son menesteres inaplazables. Considérame un poco, nunca me enamoré de una persona. He vivido amarrado a amores inválidos; libros, mesas, frutas. He asesinado libros, los he destrozado, arrancado las páginas por descubrirlos traidores, infieles, desleales. Me he reconciliado con ellos, les obsequio chocolates que nunca se comen y flores que se marchitan en el balcón de mi departamento en París. ¿Sabías que me he enamorado de ti? Ha sido un día sorpresivo. A veces tengo la impresión de que los días son seres tan orgánicos como una planta, y tan complejos emocionalmente, que cada cual posee características análogas. Así los martes siempre me tropiezo con una piedra, y los jueves siempre me encuentro con los rostros más horribles, y los viernes estornudo quince veces al medio día. En domingos han ocurrido todos los acontecimientos de mi vida dignos de contarse. Esa capacidad de significación es capaz hasta de adivinarme, siempre en domingos, los más exquisitos finales de las obras clásicas, especialmente las rusas. Y los pocos textos, muchacha, de éste tu fracasado escritor, se inventan los domingos. Científicamente es una aberración, pero Einstein decía que a la música no se le puede definir como un conjunto de ondas sonoras que viajan y se propagan a través del aire… Y era Einstein, uno de los hombres más valiosos que han habitado el universo. Cuando vivamos juntos debatiremos sobre la teoría de la relatividad. Noches enteras: ¡te lavaré los pies con leche de cabra! ¿O qué ley me lo impide?

Entre tanto, otra quesadilla; esta vez de pollo.

¿Te has fijado en tus manos? Ha de haber algún secreto en ellas. Según el cuadro, la infancia entera la pasaste en este… lugar, viendo a tu madre moldear la masa, aplastarla en ese aparato raro de metal durísimo, y colocar la tortilla en aquel enorme comal en el que tanto aceite brinca. Siendo así, probablemente te iniciaron en el oficio a la edad en que alcanzaras de puntillas la masa y el comal, de otro modo no me explico tu destreza. Pero este hecho me aleja de otra explicación: el secreto de la levedad de tus manos, que de ellas surgen las presentes líneas, de mí parte, y piropos, de los albañiles de enfrente. Habrían de lucir como las manos de tu madre (supongo que es tu madre). Invariablemente las manos de anuncio de cremas me repugnan porque, a fuerza de aparentar perfección, un frío repentino las envuelve. ¿No te parece? Tan pálidas son, que si uno roza la pantalla, se percibe un hálito gélido. En cambio, por las manos que presumes (porque basta vigilarte tres minutos para notar en tus ademanes y tu agilidad la gracia de una bailarina de cajita musical), juraría que resucitarías al menos a un niño epiléptico. Aunque soy ferviente creyente de la ciencia, no me negaría a reconocer un milagro de la hermosura (la hermosura existe en algún lugar, y es una fumadora compulsiva, y tiene el aspecto de una bruja).

Por eso te llevaré a París.

Te fascinará la fluidez de sus paisajes, las concesiones de sus ventanas, la densidad de su historia en un presente que no amarás sino por amor. Tus hombros en cada uno de los treinta y cinco puentes que cruzan el Sena… Así como los pintores pintan retratos, te acomodaré recargada justo a la mitad del Puente de la Tournolle, y escribiré un poema de ti. Y lo repetiremos todas las tardes. Seremos felices en París. Es inconcebible un segundo de tristeza en presencia de tus hombros. Y sin excederme en anhelos, nunca más un gramo de soledad se confundirá con una célula de mi piel. Sé que soy joven, pero mi juventud consiste solamente en un estado físico. En realidad, te confieso, soy un viejo cascarrabias, que emigró a París porque sólo ahí halló la compañía que los libros, frutas y mesas no satisfacen, esa compañía que es sicológicamente imprescindible. No te extrañes de mi presencia, entonces. El dinero no excluye las visitas a las raíces. El sentimiento de pertenencia anula las incomodidades de este penoso cuchitril. Así que te propondré matrimonio, de rodillas si la situación lo amerita, por un motivo que no dejaré escapar. Sucede que el azar me presenta una invitación, y el azar no se anda con la bondad de la paciencia. O la tomo ahora mismo, ahora que para tomarla únicamente debo ligar unas cuantas palabras de ruego, o me tiro al suelo a contar nubes hasta que una hormiga se convierta en princesa. Aunque lo primordial no es eso, sino que no puedo ser tan miserable, avaro y mezquino, y arrebatarte el buen azar de las manos evitando una petición que de haber un libro de profecías estuviera escrita con mayúsculas cursivas, pues el azar ha comparecido para ti también. ¿Te has preguntado alguna vez cuántos amores se diluyen en el abismo del azar? ¿Tengo yo el derecho de rechazar esta oportunidad inigualable? En ocasiones el destino pone frente a uno historias que han de vivirse sin obstáculos. Negarse a ello es un acto de estupidez, es como afirmar que uno mismo tiene el control total de su propia vida, lo cual es una farsa. Ya decía el gran genio que Dios no juega a los dados. Yo agregaría que Dios no juega a los dados en lo que respecta a cualquier evento natural estrictamente físico o químico, pero le encantan los dados cuando se trata de pasiones humanas. Apostaría que en otros mundos practica no sólo los juegos de azar, sino hasta gimnasia…

A pesar de que soy una persona más bien paciente y tolerante, los gritos de esos chamacos y los gritos de tu madre comienzan a aturdirme y a estropear mi escrito y mis severos planes de casarme contigo. Deberían educarlos a golpes si es menester. Entre tanto niño atravesándose frente al comal, al aceite hirviendo y a los envases de vidrio, algún día fallecerá uno por quemaduras o por un síndrome incurable del mal comportamiento. Tantas moscas, carajo, ya son demasiadas. Y las abejas, carajo, ¿quién llamó a las abejas? ¿A quién le importan las…

Entonces se oyeron unos gritos de horrendo dolor. Era un niño atacado por siete perros bravos a la mitad de la calle. Todos los comensales acudieron a rescatarlo, también nuestro joven escritor, que de inmediato y casi por instinto se levantó de la silla sin reparar en su cuaderno, el cual dejó con las páginas al aire.

La fritanguera no reprimió su curiosidad. El joven escritor le había parecido tan raro, que por momentos se sintió acosada por su inquisidora mirada de borracho. Y con mucha razón. El joven escritor vestía muy mal, tenía los cabellos largos y un rojo intenso en los ojos. Incluso cargaba un olor no del todo atrayente. Abrió el cuaderno, lo hojeó, lentamente. Revisó cada una de las páginas, sin leerlas porque le daba una terrible flojera cualquier lectura. Pero al notar que cada cierto número de páginas un texto concluía y otro comenzaba, se fijó en los títulos, que estaban escritos con tinta roja.

La chica de los pómulos sin par.

La mujer que vende helados de amor.

Mi no primer viaje a París y las fantasías de un mexicano.

La fritanguera de los hombros hermosos,

era el último.

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Panoramas, líneas blancas

Entonces creímos que detenernos a la orilla de la carretera nos vendría bien. En un mercado incrustado en el paisaje, comimos lo suficiente para seguir nuestro rumbo. El sol reventaba en el parabrisas. A mí, en lo personal, me repugnaba el sonido del motor. Mi compañero hacía tronar la bocina a cada automóvil que venía hacia nosotros sobre el otro sentido de la carretera. De hecho, ese movimiento: levantar el brazo, jalar el cordón, es lo único que recuerdo de ese hombre con la nitidez que es menester en los recuerdos que valen la pena. Tenía el aspecto de un hombre triste.

A lo mejor cualquier persona que conduzca una máquina tan gigante ha de estar condenada a un rostro somnoliento, triste.

Lo que me preocupaba, sin embargo, residía sólo en mí, y provenía sólo de mí. Aunque uno preferiría cerrar los ojos y no calcular la profundidad de los barrancos. Ni ver por el espejo retrovisor un par de párpados cediendo al sueño.

Mis cuadernos de notas viajaban junto a las cajas de cigarros de mi compañero. De vez en cuando, él dejaba la colilla del cigarro todavía encendida sobre mis notas. Lo hacía inconcientemente, supongo. Mis tres plumas andaban en el bolsillo de mi camisa.

En las curvas pronunciadas, era posible ver el humo que despedía nuestro enorme camión. Formaba nubes negras que los demás automóviles atravesaban. Distinguí algunas formas.

Hasta ese momento no había preguntado a mi compañero cuál era su destino. Habían transcurrido cuatro horas desde que lo conocí en las afueras de San Miguel de Allende, mientras se abrochaba las agujetas de sus botas. Parece extraña la afirmación, pero así fue: ni yo le pregunté su lugar de destino, ni él dudó en aceptarme como acompañante.

En todo caso, estoy seguro de que no escuchó nada de lo que dije. La presencia de una persona no se traduce de inmediato en compañía. Si uno necesita hablar, habla. Ya sea en la cima de una montaña, ya en las puertas de un teatro, ya en el atrio de la iglesia.

Sólo cuando abandoné a Marisol me sentí tan vacío. De un instante, de esos que las fotografías se encargaron de descubrir, a otro instante, los verbos, los adverbios, la sintaxis y los términos universales se desecharon por sí mismos. Los puentes se demolieron. Hay que decirlo, también, que soy un fracasado. Y que también se marchó Marisol, y con ella, incluso los rezagos de los cuentos de primavera.

Eso se lo dije a mi amigo chofer. Respondió que él disfrutaba su trabajo. Quise responder que yo amaba violar niñas. Nadie que disfrute su actividad se envenena, le dije. También le dije que yo adoraba violar niñas. Me respondió que por eso, tonto, a mí me gusta conducir toda la vida.

En realidad, mi mente permanecía permeada por el aburrimiento propio de los viajes. Pero mi chofer me causaba una extraña sensación en las muelas. Y aquel día yo habría aceptado tomarme una copa con el diablo.

Hace muchos años mandé transcribir a una vecina una serie de cuentos de los que me sentía plenamente orgulloso. Una colección que llamé cuentos de primavera. Fueron mi carta de presentación hasta el día que abandoné la literatura.

Viajé a San Miguel de Allende para aclarar el problema. Y fue una visita útil, muy útil.

Llevaba entonces un año entero sin escribir algo digno. Los intentos frente al papel en blanco —esa idea de que escribir es llenar una hoja en blanco es falsa; la dificultad de escribir radica más bien en la capacidad de ordenar todo lo que una hoja en blanco presenta, y representa, es decir, la mente misma de un escritor; es una especie de ley de la conservación: el autor no crea, ordena, es su función principal— terminaban las más veces en berrinches que un día corté de tajo, porque cuando hacía berrinches, me quedaba en la cama, viendo las telarañas de mi alcoba y descifrando mensajes lejanos, y al día siguiente no podía menos que descuartizar a la gente con mi humor.

A decir verdad, la gente me parece idiota.

En mi juventud creía en la esperanza de emigrar al primer mundo. Pronto me di cuenta que lo que detestaba no era mi país, sino al mundo.

Salí del hotel con mis cuadernos de notas. Sin pagar. La dueña del lugar, según recuerdo, fue quien me abrió la puerta. Sólo supe después que desde el inicio de mi hospedaje, cosas raras sucedían en el hotel.

Imaginé, mediante los escasos gestos de mi chofer, la historia de su existencia. Pero desistí de la tarea, la tarea de contar.

—Oiga señor, qué jodido es este oficio —le dije—; maneja toda la vida.

—Es entretenido —dijo él.

—Cuando menos se lo espere, habrá transcurrido la mitad de su vida frente a ese volante.

—No importa —respondió.

—Es tan importante, señor —le dije con los ojos cerrados—, que su vida se reducirá a hacer memorias de lo que está viviendo en el presente.

—Nos detendremos un rato.

—Bien.

Después de diez horas arribamos a San Miguel de Allende. O al menos eso decían los letreros. Y hay que confiar en los letreros. Cuando uno viaja son de bastante utilidad.

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La pared que se colgó un cuadro sin ayuda

Dentro del autobús, Joel ya no encontraría una oportunidad de fugarse; pero en realidad tampoco la buscaba. De modo que accedió amablemente, la ayudó a subir, pagó los pasajes y se acomodaron en los asientos del fondo. Ella vestía un suéter púrpura con estrellitas luminosas y un vestido como invadido de llamas. Tendría alrededor de ochenta años.

Joel era joven, y disfrutaba caminar las calles del Centro después de la facultad. Le serenaba observar los encabezados de los periódicos mirando por encima de los sombreros de intelectuales desconocidos y atravesar la Alameda contando a los borrachitos y a las señoras de cabezas oscilantes; las locas sin temporada. Iba pensando en que siempre quería escribir el mejor de los cuentos, y que esa intransigencia le tenía bloqueado el cerebro.

Se dirigió al famoso callejón de los libros usados. Desde la banqueta olió el nauseabundo aroma de los orines de los niños que viven arrimados en una jardinera y de cuyas identidades solamente se conoce lo que el periódico arrugado deja al descubierto. Un grupo de extranjeros pasó delante de la jardinera y se llevaron la mano a la nariz. Voltearon hacia arriba para disimular el asco y algo comentaron sobre los acabados góticos del Palacio de Correos que señalaron como si un ángel estuviera cayendo del cielo. Joel puso una dona de chocolate cerca de los niños. Creía que la caridad haría quedar bien al país frente a los turistas.

Llegó a la esquina donde una familia de ciegos toca danzones y rock todos los días a las dos de la tarde. Vio de reojo al señor que no tenía ojos, el baterista. A pesar de que lo había visto en innumerables ocasiones, le impresionó aquella cicatriz que le unía los pómulos. Tuvo la sensación de la diarrea.

Dobló camino a la estación, y tropezó con una vieja.

—Carajo… disculpe usted señora —dijo en tono insensible, sin mirarla— venía un poco distraído.

—La tiraste, ¡imbécil! ¡Por lo menos ayúdala!

Joel se percató que efectivamente, la señora se hallaba en el piso. La canasta botada y un montón de calcetas para niña regadas alrededor de ella. Fiel a su costumbre, la gente formó un pequeño tumulto e iniciaron los cuchicheos. Joel le tomó el brazo y la levantó. Mientras unos comerciantes la ayudaban a sacudirse el polvo de sus exóticas prendas, Joel recogió las calcetas y las acomodó en la canasta, pero nunca se le vio avergonzado. Traía el rostro de quien ha dormido quince horas seguidas.

La vieja le recriminó el incidente, y le exigió que le ayudara con la canasta. Joel asintió y le preguntó adónde se dirigía. La vieja alzó el brazo para detener el autobús.

Hablaba sobre su pequeño negocio. Las ventas bajas y las cosas ya no son como antes. Sobre sus diecisiete nietos y la cena de Navidad que no quería que llegara porque como estaba a punto de morirse, y quería vivir unos años más, un golpe de nostalgia podía matarla. Hablaba sobre las ampollas que no le dejaban en paz las plantas de los pies, sobre las arrugas de su pecho y sus pezones a punto de desaparecer, sobre el temblor en las manos y la diabetes demoledora, sobre la virginidad conservada y su pueblo de provincia donde creció y aprendió a ordeñar a las cabras y a las vacas, sobre la muerte de su marido y los insoportables dolores de la espalda, sobre la resaca de la Revolución y la época de los ferrocarriles, sobre la primera y única vez que navegó en mar abierto y comió pescado fresco.

Joel pensó entonces que nunca debieron construirse las avenidas interminables, pero cuando bajó del camión, casi lloró de alegría. Con urgencia, tomó un taxi directo a su casa.

La magnificencia mascullada de Mirel

«El poeta vio llegar una joven de un rincón del jardín,

hermosa, triunfal, sonriente;

y no quiso tener tiempo sino para meditar

en que son adorables los cabellos dorados

cuando flotan sobre las nucas marmóreas

y en que hay rostros que valen bien por un alba.»

Rubén Darío,

Azul…

A la señora Mirel ya le dolían las rodillas.

Su esposo, sentado en el antiguo banco de madera, se inspeccionaba los huesos de las manos. Inició la ejecución de su ritual: en la derecha, el índice con el pulgar, el pulgar con el medio, el anular con el pulgar, y el pulgar con el meñique. La otra mano en sentido inverso.

A la señora Mirel ya le dolían la cabeza y las dos manos, desde el pulgar hasta el meñique; y el antebrazo, y el omóplato derecho.

Su esposo, antes de retozar los dedos, dijo: «Mirel, creo que los niños hoy no van a cenar.» Fue entonces que sobre su cuerpo resbaló una sensación de pesadumbre, que le provocó el dolor en las rodillas, y una bruma en la mirada que no habría de esfumarse sino al día siguiente, al despertar, al tallarse los ojos.

La señora Mirel tenía la impresión de ver cómo se encogía el pequeño cuarto cada vez que rociaba el atomizador. Y que su marido con el paso de los días se volvía más gordo, más engorroso, más incómodo. Y que sus tres hijos se multiplicaban por el hambre de muchas cenas prometidas. Y que su propio rostro se decoloraba por el vapor de la plancha, al grado tal que su marido, entre su eterno juego de dedos, y su estadía innecesaria, disponía de la imaginación (o de la apatía) para pretextar la aparente ausencia de su mujer, y atribuir su resplandor fantasmal a la brillantez de la luna, que se colaba en la única ventana del lugar; y no a la acuosa palidez de su fisonomía. (La cual no advirtió sino un minuto después de las nueve del lunes, en la neblina magnífica que se formó de repente. En su inmenso espacio, vislumbró una quijada desgarradora.)

El señor esposo de la señora Mirel tenía la impresión de que el pequeño cuarto se derramaba por sus propias paredes y hallaba nuevas dimensiones, nuevas áreas, nuevas superficies. Tenía la sensación de nadar en el abismo, bajo el tedio infinito de contar a las personas que pasaban frente a la ventana, donde se colaban los rayos de luz lunar que terminaban por confundirse con la luz eléctrica y la irrealidad de Mirel; respirando el vapor de la plancha, ahogándose en sus lagunas morales, y navegando a la deriva sobre el antiguo banco de madera, que no habría de enderezarse hasta al día siguiente, como todos los días, para volverse a desviar en la noche. Percibía una pereza inexplicable y fatal en cada uno de sus actos, mas no intentaba remendarla. Creía que el destino demoraba el planchado de su esposa, ensanchaba los pantalones, destruía el segundero, para fastidiarlo, hartarlo y marginarlo en su rincón, frente a la ventana, a la derecha de la señora Mirel. «Hijos, hoy no vamos a cenar.»

A la señora Mirel ya le punzaba la espalda un dolor insoportable. Fue menester renunciar a la plancha y sentarse en el antiguo banquito de madera que con caballerosidad de enamorado desocupó su marido inmediatamente. Sin embargo, el bochorno que le provocó la cercanía sobrecargada de su cuerpo regordete, la obligó a continuar planchando con el peligro de torcerse por la mitad, y de implotar aquel lunes por la noche que imponía aires de un final definitivo. El punto final de un texto agónico.

El señor esposo de la señora Mirel había quedado sin empleo cinco semanas antes de aquella noche de lunes. Todas las mañanas se iba con la cantaleta de voy a buscar trabajo no te preocupes, y todas las noches exhalaba las palabras que habían extraviado su peso: «Mirel, creo que hoy no vamos a cenar.» Y se había convertido en un bulto que confiaba con devoción en la productividad divina de su presencia. No asumía su inutilidad tanto como enmarañaba la resignación de su mujer. Lo pensó cuando la señora Mirel dijo: «Necesito sentarme», y lo siguió pensando parado como iguana frente a su esposa, durante el penoso entierro de sus ojos en el cemento.

Ojos verdes, más cercanos al tinte de un moretón que al del pasto fresco. Veintiocho años. Una carrera profesional. Un nombre enigmático. Un cuerpo cristalino y reflexivo. Buena educación. Amable, entrañable, como lo puede ser una bella mujer de veintiocho años. Tres hijos. Sin trabajo. Pobre. Con una planchaduría desde hacía tres meses, sin fondos para una plancha de tintorería. Amigas en la colonia, buena reputación. Observadora, conservadora. Piel café con leche, más leche que café (una leche consistente; una blancura solar). Fiel. Cabello oscuro. Así era Mirel. «Estoy embarazada.» «Bueno, entonces ya eres la señora Mirel.»

Nueve de la noche del agónico lunes. La gente camina en la banqueta. Las señoras llevan el pan. Los niños corren o patinan. Los automovilistas se detienen en el tope, y voltean a su derecha, y ven a la señora Mirel, enmarcada por unas cortinas guindas. El sonido callejero ultima en la ventana, después se transforma en un tenue síntoma del oído. Se abstrae y se condensa en la cabeza de la señora Mirel, se homogeniza y se comprime. Después, en la cabeza del señor esposo de la señora Mirel, se transmuta en algo parecido a un litro de agua derramado sobre un océano entero. No aumenta, se expande. Y dadas las dimensiones de la presencia del marido: se minimiza. Es, en todo caso, un zumbido que musicaliza el infierno del lugar, donde el señor esposo aguarda en su banco, y ve el reloj: nueve con un minuto. «Vámonos a descansar.»

La señora Mirel yace sobre pies adoloridos, desafía la modorra y el equilibrio, y ve la hora: ocho con cincuenta y nueve. Y mira por la ventana a unos niños que regresan del parque, y a los automóviles detenerse en el tope, y a la noche fulminando las horas. Sabe que es lunes, y que la semana pasada no ha ganado más de ochocientos pesos. Mira a su esposo con desgano; él juega con sus dedos, y los persigue, cual el vaivén de la pelota en un partido de tenis. Mira con rabia el antiguo banco. Mira las paredes sucias, el mueble del desorden, el palo atravesado donde cuelga los ganchos. Mira la lámpara que tirita. Mira el par de arañas en una esquina del techo. Mira su juventud dilapidada. Oye en el fondo de su casa el silencio de sus hijos. Se mira los dedos, lucen tiesos e hinchados. «Vámonos a descansar», le aconseja su señor esposo.

—¡No seas idiota! —responde. En este momento la señora Mirel se quiebra en las rodillas, se hinca, y se disuelve en el aire. El esposo se ha acostumbrado a verla desaparecer.

Los automovilistas se detienen en el tope, frente a la ventana de la planchaduría, y miran a su derecha. Se alarman. En el radio se escucha: «Las nueve con cinco.»

Los niños de la señora Mirel se acuestan en su cama matrimonial, amontonados. Su padre llega y les da las buenas noches. Se va a la cama. Ahí está la señora (o señorita) Mirel, guapa y radiante; la piel de sus hombros desnudos. Él intenta acariciarla. Mirel bebe un vaso de agua.

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Psychédélices




Tenía una voz espléndida, un coro multitudinario de muecas lujosas, la esencia femenina cristalizada en sus muslos blancos con forma de amor, los ojos y la boca de una cantante dichosa. Alzando un dedo silenciaba a todo el auditorio. Convertía la algarabía de su gente en una locura sin ruidos. Tenía un puñado de mundo en sus manos.

Una mañana de lunes, Joel se enteró de que ella había muerto.

En un principio, mirando los posters sobre la pared, comprendió que llorar sería absurdo, y esa fuerza le detuvo las lágrimas...
Alizée era una cantante francesa de música popular que nunca visitó el país. Nunca la vio. Nunca en la realidad de lo tangible. Pero hacía cinco años que Joel no se dedicaba a otra cosa más que a seguirla mediante la red, leyendo noticias y rumores acerca de ella, y promoviendo su música estruendosamente a los vecinos. Todas las noches escuchaba sus discos completos. Estaba enamorado.

─¿No te das cuenta de que es una estupidez? ─le decía su madre─. Deberías conseguirte una novia y dejarte de pelotudeces.

Te enamoras de un rostro, de las voces, de los pómulos, del cabello, de la piel, de un par de nalgas brillosas. Dado el avance tecnológico actual, en poco tiempo conseguiremos resumir las causas que desencadenan los síntomas del amor en una tarjeta inteligente, en un chip, en algún artefacto que todavía no se inventa. Y es que el amor es un síntoma químico, aunque los poetas se nieguen a compartirlo, totalmente explicable. Nosotros somos capaces de poner en coma a una persona, o no siendo tan drásticos, afectar ciertas partes específicas de su cerebro y controlar así las emociones. También existen patologías que afectan el estado de ánimo positivamente, sin embargo, muy pronto ofreceremos el amor, el verdadero amor, a cualquiera que desee tenerlo. Así que mi querida Ana, es posible que tu hijo esté enamorado. Es decir, puede tomar una taza de café con Alizée tan caliente y azucarada como la que nos tomamos ahora. Aunque...

...Sin embargo se derrumbó y las lágrimas salieron de sus ojos como chorros de manguera. No había nada de absurdo en el acto, él se lo decía y se lo repetía. Y volvió a derrumbarse. Ya no se repitió nada. Arrojó el monitor del computador al suelo (no se vio más la imagen terrible de la cabeza sin rostro). Se puso de pie frente a la ventana, y permaneció ahí cual estampa llorando las tres horas siguientes.

Ya su madre se había enterado, y de hecho estaba prevenida por si alguna vez mataban a esa francesita nalgona. Tomó el teléfono y llamó a una de sus comadres más fieles, que trabajaba de plañidera en los panteones los días de muerto (era contratada para llorar al lado de las tumbas de la gente que no tenía mucha familia).

Joel se hincó, aturdido. Alizée había muerto en un accidente carretero y la imagen que circulaba en la red no era más que una manta de la que salían un par de piernas rematadas con botas rosas. Recordaba la imagen.

Media hora después arribó Margarita, la comadre de su mamá. Traía puesta una playera color violeta con el logotipo del nuevo disco de Alizée en el pecho. Él quiso sacarla a golpes, pero la señora Margarita lo abrazó con fuerza, y le tomó del cráneo. Lo inclinó hacia ella y los dos comenzaron a llorar. La señora Margarita le decía que se calmara, que tratara de respirar tranquilo, que el mal rato iba a pasar.

Joel jadeaba.

Más tarde se estabilizó. La madre abrió la puerta y le recordó que los lunes había sesión con el terapeuta.


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