jueves, 27 de diciembre de 2007

Girasol de una tarde común

«De repente, en el piso de abajo sonó un violín y dos dulces voces femeninas empezaron a cantar.

La canción le era familiar. ‘Una joven, paseando una noche por su jardín, oye de pronto sonidos misteriosos, tan extraños y llenos de encanto que reconoce que son una armonía celeste,

desconocida para nosotros los mortales, y después de oírlos vuela al cielo’.

Kovrin respiró y una gran tristeza llenó su alma. Allá dentro volvió a sentir la exquisita

sensación de delicia que por tanto tiempo tuvo olvidada.»

El monje negro, ANTÓN CHÉJOV

El viejo miró en diagonal hacia la nada, y frunció el ceño.

—¿Mujer?

—¿Sí?

—¿Lo hueles?

—Sí, huele a… —suspiró.

El viejo, que estaba sentado atrás del asiento del chofer, y del lado del pasillo, volvió a mirar, pero más agudamente, el vacío.

—¡Dios santo! ¿A qué huele? —dijo el viejo.

—Es un aroma lindo, juraría que lo he olido alguna vez.

El viejo volteó la cabeza de nuevo, pero ahora para mirar a la mujer que emanaba tan perturbador perfume. Perturbador porque… vaya, porque al viejo tenía años sin parársele la pistolita y tan solo respiró ese aroma y… La mujer en cuestión era una señora de figura no muy femenina, aunque cabe destacar que portaba un escote finamente escogido. El viejo la observó durante unos segundos, hasta que la mujer lo miró con firmeza, reprochándole el evidente hostigamiento, y entonces el viejo regresó la vista.

—Es increíble.

—¿Qué?

—El aroma, es increíble.

—Sí, huelo.

—Parece el olor de todas las cosas.

El viejo se volteó un poco para revisar los rostros de los demás pasajeros, con una curiosidad que le estallaba en los gestos.

—Mira, mujer, mira al señor del portafolios, tiene cara de niño de tres años.

—Viejo, ¿pero qué le pasa a aquella muchacha? ¡La del asiento del fondo!

—Está llorando, su amiga también, pero si hace unos minutos venían muertas de la risa…

—Mira viejo, la señora del vestido rojo. Observa sus labios, ¡se los destroza ella misma!

El viejo se alarmó. Todos los pasajeros, e incluso su propia esposa, comenzaban a experimentar una especie de comportamiento ineludible. Todos, menos la mujer que emanaba tan perturbador perfume. Estaba sujeta del tubo, con los puños bien puestos en él. Se distinguía en ella una postura de gacela. Desde que abordó el autobús no abandonó esa postura.

—Vieja, ¿te encuentras bien? ¿Vieja? ¡Tu nariz está sangrando!

El viejo notó que su mujer inhalaba, exhalaba, inhalaba, exhalaba, con paz inconmensurable. Pero al mismo tiempo advirtió la absurda posición de sus manos, que se llevaba al rostro y lentamente al cuello, muy lentamente. Se le ocurrió que la situación ameritaba detener el autobús, por eso se dirigió al chofer, pero era bastante tarde. La melancolía se había apoderado del rostro del chofer. El autobús subía a un puente, con curvas por aquí, por allá, a alta velocidad… Todos los pasajeros fallecieron en el accidente.

El día que los practicantes del Hospital General realizaron la autopsia a los cincuenta y cuatro muertos, que durante ocho días nadie reclamó ni reconoció como parientes, en el instante justo en que se deslizó el bisturí sobre el pecho del primer cadáver, un olor a girasol húmedo se impregnó en el ambiente; les revolcó la memoria.

Desde entonces mucha gente aconseja estudiar medicina forense.

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5 comentarios:

Esther dijo...

¡Ah! Este olor a girasol húmedo... que...
“en el instante justo en que se deslizó el bisturí sobre el pecho del primer cadáver, un olor a girasol húmedo se impregnó en el ambiente; les revolcó la memoria.”
No me digas cuál es el autobús. Si supiera cuál es, quizás no resistiría la tentación de subirme a él.

Desde la idea hasta la prosa, este cuento es realmente una bella razón para inducir al lector a seguir leyendo en este blog.

Cariños,
Esther

Jesús Chárraga Escobar dijo...

¡Oh, Esther!

Nos seguiremos viendo por aquí.

Te visitaré pronto.

Aureliano.

Manuel Navarro Seva dijo...

Estoy con Esther en afirmar que este cuento es una buena razón para volver a tu blog.
Un cordial saludo,
Boris.

Anónimo dijo...

Pues muchas gracias, estimado Boris.

Déjeme pasar el charco, y nos seguiremos leyendo.

Aureliano.

Jesús Chárraga Escobar dijo...

Soy yo.