miércoles, 26 de diciembre de 2007

Monólogo cuarto o la fritanguera de los hombros hermosos

«Si accedes, ¿no te das cuentas de las alabanzas que en honor tuyo y mío brotarán en los labios de los hombres? Quién habrá que sea nativo, sea extranjero, que no diga de nosotras: ¡Vedlas, amigos. Esas son, esas dos hermanas que restauraron el hogar paterno, esas que les dieron consigno castigo a los asesinos cuando más fuerte parecían. En riesgo de morir ellas, mataron. Esas amarse deben, esas venerarse! En los festejos, en las públicas reuniones, a esas deben darse homenajes por su viril conducta.»

Sófocles, Electra

Nunca me había dedicado con semejante sutileza y minuciosidad a la contemplación de una mujer. Y nunca me figuré que el cuerpo humano ofreciera disputas tan empatadas y poderosamente embriagantes como ésta; pues al mirar los ágiles movimientos de tus manos, y su peculiar manejo de todos esos guisados y tortillas tostadas, y sus manchas de llameante aceite y el adorno de su escultórica levedad, y de pronto sin conciencia arrastrar la mirada al brillo de tus hombros, no menos limpios que un cielo de otoño, inefables al grado de incitar ira y sopor creativo, pienso absorto en la imposibilidad de abandonar este sitio sin traerte conmigo como esposa. Te acariciaría los hombros, si la decisión en mí radicara, el resto de la vida. Te relataría en los amaneceres el instante en que me di cuenta de que tus hombros son lo más hermoso que a la naturaleza se le ha ocurrido jamás, sin excepciones de ninguna índole. Y juntos cataríamos en la paz de un par de sábanas blancas el vino irrealizable de la eternidad. Porque o somos eternos o más vale morir de amargura. Ignoremos que la curvatura de la tierra unirá estas dos líneas, nos será suficiente imaginarnos en la perpetuación del amor, en el inacabable tobogán del tiempo. Desconozcamos que nos dirige a la muerte amarga. Repudiemos juntos la idea de que el infinito no es lo más bello del universo. Al diablo con ello, ¿qué infeliz se va a creer que la eternidad es una muerte amarga porque el aburrimiento es indisociable de la raza humana? Pero te aclaro, eso sí, que moriremos en el viaje. Por lo pronto no me creas, ni me oigas nada. Sólo desliza el tirante sobre tu hombro, y yo continuaré arrullándote las horas que exija nuestro placer.

Si tan sólo leyeras lo que en mi libreta escribo, te invadiría la locura. Vamos, me miras como si no fuera un poeta cretino sino un violador. ¿Nunca viste a un hombre escribir en una libreta? Lo admito, comer quesadillas y escribir al mismo tiempo no es quehacer común, pero los menesteres literarios son menesteres inaplazables. Considérame un poco, nunca me enamoré de una persona. He vivido amarrado a amores inválidos; libros, mesas, frutas. He asesinado libros, los he destrozado, arrancado las páginas por descubrirlos traidores, infieles, desleales. Me he reconciliado con ellos, les obsequio chocolates que nunca se comen y flores que se marchitan en el balcón de mi departamento en París. ¿Sabías que me he enamorado de ti? Ha sido un día sorpresivo. A veces tengo la impresión de que los días son seres tan orgánicos como una planta, y tan complejos emocionalmente, que cada cual posee características análogas. Así los martes siempre me tropiezo con una piedra, y los jueves siempre me encuentro con los rostros más horribles, y los viernes estornudo quince veces al medio día. En domingos han ocurrido todos los acontecimientos de mi vida dignos de contarse. Esa capacidad de significación es capaz hasta de adivinarme, siempre en domingos, los más exquisitos finales de las obras clásicas, especialmente las rusas. Y los pocos textos, muchacha, de éste tu fracasado escritor, se inventan los domingos. Científicamente es una aberración, pero Einstein decía que a la música no se le puede definir como un conjunto de ondas sonoras que viajan y se propagan a través del aire… Y era Einstein, uno de los hombres más valiosos que han habitado el universo. Cuando vivamos juntos debatiremos sobre la teoría de la relatividad. Noches enteras: ¡te lavaré los pies con leche de cabra! ¿O qué ley me lo impide?

Entre tanto, otra quesadilla; esta vez de pollo.

¿Te has fijado en tus manos? Ha de haber algún secreto en ellas. Según el cuadro, la infancia entera la pasaste en este… lugar, viendo a tu madre moldear la masa, aplastarla en ese aparato raro de metal durísimo, y colocar la tortilla en aquel enorme comal en el que tanto aceite brinca. Siendo así, probablemente te iniciaron en el oficio a la edad en que alcanzaras de puntillas la masa y el comal, de otro modo no me explico tu destreza. Pero este hecho me aleja de otra explicación: el secreto de la levedad de tus manos, que de ellas surgen las presentes líneas, de mí parte, y piropos, de los albañiles de enfrente. Habrían de lucir como las manos de tu madre (supongo que es tu madre). Invariablemente las manos de anuncio de cremas me repugnan porque, a fuerza de aparentar perfección, un frío repentino las envuelve. ¿No te parece? Tan pálidas son, que si uno roza la pantalla, se percibe un hálito gélido. En cambio, por las manos que presumes (porque basta vigilarte tres minutos para notar en tus ademanes y tu agilidad la gracia de una bailarina de cajita musical), juraría que resucitarías al menos a un niño epiléptico. Aunque soy ferviente creyente de la ciencia, no me negaría a reconocer un milagro de la hermosura (la hermosura existe en algún lugar, y es una fumadora compulsiva, y tiene el aspecto de una bruja).

Por eso te llevaré a París.

Te fascinará la fluidez de sus paisajes, las concesiones de sus ventanas, la densidad de su historia en un presente que no amarás sino por amor. Tus hombros en cada uno de los treinta y cinco puentes que cruzan el Sena… Así como los pintores pintan retratos, te acomodaré recargada justo a la mitad del Puente de la Tournolle, y escribiré un poema de ti. Y lo repetiremos todas las tardes. Seremos felices en París. Es inconcebible un segundo de tristeza en presencia de tus hombros. Y sin excederme en anhelos, nunca más un gramo de soledad se confundirá con una célula de mi piel. Sé que soy joven, pero mi juventud consiste solamente en un estado físico. En realidad, te confieso, soy un viejo cascarrabias, que emigró a París porque sólo ahí halló la compañía que los libros, frutas y mesas no satisfacen, esa compañía que es sicológicamente imprescindible. No te extrañes de mi presencia, entonces. El dinero no excluye las visitas a las raíces. El sentimiento de pertenencia anula las incomodidades de este penoso cuchitril. Así que te propondré matrimonio, de rodillas si la situación lo amerita, por un motivo que no dejaré escapar. Sucede que el azar me presenta una invitación, y el azar no se anda con la bondad de la paciencia. O la tomo ahora mismo, ahora que para tomarla únicamente debo ligar unas cuantas palabras de ruego, o me tiro al suelo a contar nubes hasta que una hormiga se convierta en princesa. Aunque lo primordial no es eso, sino que no puedo ser tan miserable, avaro y mezquino, y arrebatarte el buen azar de las manos evitando una petición que de haber un libro de profecías estuviera escrita con mayúsculas cursivas, pues el azar ha comparecido para ti también. ¿Te has preguntado alguna vez cuántos amores se diluyen en el abismo del azar? ¿Tengo yo el derecho de rechazar esta oportunidad inigualable? En ocasiones el destino pone frente a uno historias que han de vivirse sin obstáculos. Negarse a ello es un acto de estupidez, es como afirmar que uno mismo tiene el control total de su propia vida, lo cual es una farsa. Ya decía el gran genio que Dios no juega a los dados. Yo agregaría que Dios no juega a los dados en lo que respecta a cualquier evento natural estrictamente físico o químico, pero le encantan los dados cuando se trata de pasiones humanas. Apostaría que en otros mundos practica no sólo los juegos de azar, sino hasta gimnasia…

A pesar de que soy una persona más bien paciente y tolerante, los gritos de esos chamacos y los gritos de tu madre comienzan a aturdirme y a estropear mi escrito y mis severos planes de casarme contigo. Deberían educarlos a golpes si es menester. Entre tanto niño atravesándose frente al comal, al aceite hirviendo y a los envases de vidrio, algún día fallecerá uno por quemaduras o por un síndrome incurable del mal comportamiento. Tantas moscas, carajo, ya son demasiadas. Y las abejas, carajo, ¿quién llamó a las abejas? ¿A quién le importan las…

Entonces se oyeron unos gritos de horrendo dolor. Era un niño atacado por siete perros bravos a la mitad de la calle. Todos los comensales acudieron a rescatarlo, también nuestro joven escritor, que de inmediato y casi por instinto se levantó de la silla sin reparar en su cuaderno, el cual dejó con las páginas al aire.

La fritanguera no reprimió su curiosidad. El joven escritor le había parecido tan raro, que por momentos se sintió acosada por su inquisidora mirada de borracho. Y con mucha razón. El joven escritor vestía muy mal, tenía los cabellos largos y un rojo intenso en los ojos. Incluso cargaba un olor no del todo atrayente. Abrió el cuaderno, lo hojeó, lentamente. Revisó cada una de las páginas, sin leerlas porque le daba una terrible flojera cualquier lectura. Pero al notar que cada cierto número de páginas un texto concluía y otro comenzaba, se fijó en los títulos, que estaban escritos con tinta roja.

La chica de los pómulos sin par.

La mujer que vende helados de amor.

Mi no primer viaje a París y las fantasías de un mexicano.

La fritanguera de los hombros hermosos,

era el último.

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3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es lo que más me ha gustado de lo que te he leído hasta la fecha. No se si te sirva, pero me gusto mucho, sí, mucho.

Algo hay que no me convence, los siete perros, Dios, fue, no sé, como un bofetón.

Saludos,

Alejandro.

Jesús Chárraga Escobar dijo...

Oh, Alejandro, gracias por pasar.

Ojalá puedas decirme quién eres, ¿escribes?

Muchas gracias de nuevo.

Anónimo dijo...

Fulgencio, el de prosófagos.