jueves, 27 de diciembre de 2007

Tocadiscos o reloj no marques las horas

—Esa canción data de mil novecientos cincuenta y siete, imagínalo, que yo recuerdo perfectamente cuando mi madre me mandaba a tirar la basura que se la llevaban dos mulas en un contenedor bien oxidado, o cuando iba a comprar el petróleo para la estufa, que la estufa no es como la conoces hoy, no, antes había que ir a comprar petróleo, me lo vaciaban en un botecito, costaba quince centavos, que ya ni siquiera es posible transformarlos a los pesos actuales, porque antes el gasto alcanzaba por no decirte que nos sobraba para ir con la vecina Antonieta, que cobraba una miga por dejarnos ver televisión en su sala, principalmente los domingos; si tú supieras cómo eran los domingos de hace cincuenta años, afuera de las pulquerías los niños jugaban a patear una botella de vidrio, jugaban toda la tarde, terminaban en golpes y otras tantas en risas y retos, polvosos y raspados, pero la cosa se trataba de ir con la señora Antonieta a ver televisión en la noche y tomarse una taza de atole bien caliente y espeso: yo tenía varios amigos de la vecindad, eran unos canijos como no tienes idea, no sé cómo le hacían, pero convencían a la señora Antonieta de aceptarnos en su casa sin pagar un solo centavo a pesar de que era una fiera de mujer, tu maestro de historía diría que fue una de las primeras feministas de la época moderna, muchos no lo pensaban en su tiempo, porque vivió desde chica en fiestas de quince años y casamientos, no faltaba a ningún bautizo de la colonia, y no sabes cómo bailaba los danzones ni cómo resistía el pulque, pero cuando se trataba de defender a los niños de las pandillas que se reunían en las esquinas, se convertía en un monstruo, e intervenía en las batallas campales, y sacaba a los niños colgados de su espalda, como el Pípila… que por cierto, me llené de envidia con tu último viaje a Guanajuato, cuánto extraño las calles que van por debajo de la tierra y las minas antiguas y las casas de colores pastel, y la Plaza de Armas donde conocí a mi mujer, fue una noche de agosto, la recuerdo perfectamente, yo estaba con unos amigos dando vueltas a la plaza, tú sabes, para encontrar una chica, aunque en aquella época la tradición estaba más arraigada, el caminar de las jovencitas era de una cadencia…, los gringos nos miraban como si estuviéramos locos: las mujeres caminando en un sentido y los hombres en otro, y más o menos a las diez de la noche más de la mitad habíamos encontrado una pareja, y no me coge tu sorpresa, en Guanajuato siempre ha habido mujeres muy bellas, y más en aquella época, todas las niñas eran bellas, cualquiera de ellas podía enamorar al más cultivado que puedas suponer, no por nada Guanajuato y San Miguel de Allende están en su mayoría pobladas por extranjeros, que vienen a nuestras tierras para cruzarse con una morena carnuda y conquistarlas con su mal acento, que mira que yo no lo veo mal, han contribuido en buena parte a las ciudades y además convierten simples pueblerinas en personas civilizadas, qué mala suerte que toda mi vida he sido un pobretón, mi mujer nunca se subió a un avión y menos salió del país; estoy arrepentido, sabes, me hubiera gustado mucho conseguirle un viaje, aunque fuera a un país de Centroamérica, para que viera otras tierras, otra gente, imagínalo, que se fue a la tumba sin viajar, tan bella que fue y todo lo que merecía por criar a nueve escuincles y soportar a un inútil por esposo, y te lo digo no porque para mí sea cosa extraordinaria, que yo tampoco he viajado nada, pero tú, tanto que me hablas de París y sus calles hermosas y arboladas, y los museos enormes y colmados de turistas, que españoles que ingleses, esas cosas que me dices, digo, que imagines que mi mujer se fue al cielo sin viajar, y aprovecho la ocasión para decirte que rechazo la propuesta que me hiciste el otro día, yo no quiero viajar, en realidad, quiero morir en el pueblo, a un lado de mis vacas y mi cerdos; quiero que lo último que vea en este mundo sea a mi mujer, en la fotografía del recibidor, y no quiero tener mejor vida que ella, no la valgo, los remordimientos en el infierno han de ser insoportables… ¿Escuchas qué voz? Con esta canción la despidieron los mariachis. ¡El mejor trío de todos los tiempos! ¡…Reloj no maaaarques las hoooras, porque la vida se acaaaaaaaba…!

—Amélie.

—¿Qué dices?

—Una mujer —respondió el nieto—; la canción me recuerda a ella.

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