jueves, 27 de diciembre de 2007

Mirel pedalea en Zihuatanejo

(Parte I)

«¿Hay entre nosotros alguien que sea

lo bastante irreflexivo para esperar que

los hombres capaces de mofarse de la guillotina

serán intimidados por la amenaza de un infierno

de cuyos tormentos se han reído desde la niñez?»

Filosofía del tocador, MARQUÉS DE SADE

Mirel vivía en el mero pueblo, allá donde la comida sale barata. Era la niña más bella que todo Zihuatanejo en toda su historia había concebido. Incluso en la zona hotelera, sus rosadas y redondas mejillas le merecían las más escandalosas distinciones de las mujeres del bikini. Llamaban la atención sus intensos ojos verdes. Su madre le decía que eran ojos de lagartija, o de iguana, y que Dios se los había dado para que, cuando fuera grande, se conquistara un buen güerote y se largara para el otro lado a comer hamburguesas y conocer teatros.

Vendía pulseritas de perlas en la playa. Las ofrecía entre las mesas, entre los cocos y los pescados. No hubo un solo día en que no estuviera tentada a pellizcar uno de ellos, aunque, ya llegada la noche, no se detenía en vergüenzas inútiles, y buscaba entre los depósitos de las cocinas de los restaurantes de la playa las sobras que tanto le habían ayudado a crecer (su madre creía en Dios). Después se iba cantando hacia su casa.

Acostumbraba vestir una faldita azul muy corta, con holanes alrededor y un grabado de tulipanes. No había niño que no cayera rendido de cansancio al verla correr, con su falda entre los vientos, y sus brazos blancos y delgados, y sus cabellos de bebé. Muchos niños conocieron el amor, así, de repente, a los diez años. La veían pasar por las calles bulliciosas, abriéndose paso con su radiante algarabía, meneando la cabeza y agitando los pies. El sonido de sus huaraches era la señal inequívoca de su cercanía. Los niños aventaban los juguetes de madera, la paleta de limón; se deshacían de cualquier cosa que les estorbara para mirar con detenimiento el andar de Mirel, y cuando ella pasaba, abrían los ojos como si estuvieran viendo al mismísimo diablo emerger del mar. Se cuenta que un niño perdió un ojo (claro, esto se cuenta a raíz de…) cuando veía a la niña; literalmente le saltó, como una rana. Era simplemente espectacular. Eso sí, hubo posteriormente un grupo de padres que pregonaba, desde su enfoque antinatural, que esa niña fue una maldición para Zihuatanejo y la paz de sus niños. Sin embargo, no dejaron de sorprenderse al escuchar la historia del niño que, según dicen, interrumpiendo una discusión de adultos sobre el amor, sobre qué carajos es el amor, dijo:

—Señores, ¿qué es el amor sino lo que estoy sintiendo?

Naturalmente, los ahí presentes se intimidaron, y les costaron sus minutos desmenuzar la oración. No comprendieron cómo el niño había hablado como el poeta que visitaba las playas, famoso por tragar arena en los atardeceres, y declamar siempre el mismo poema hacia una tal Sonia, "¡Sonia, persigo tus cristalinas olas!" No había más libros que Biblias, y el niño, a sus ocho años, apenas había ingresado a la escuela. No sabía ni siquiera leer, y en realidad nunca dio indicios de ser capaz de pensar.

Hubo un acontecimiento que Mirel, la dócil niña Mirel, se negó a platicar. Un día, mientras caminaba sobre la playa ofreciendo sus pulseritas a los turistas, una hermosa niña de cabellos dorados y piel extremadamente blanca, y ojos azules, se le acercó. Mirel le dijo, con su español mexicano, costeño, que si quería comprar una pulsera. La niña, confundida por las palabras que no comprendió, le respondió en francés que no le entendía, que si no hablaba francés. Mirel le respondió, en francés, que si quería comprar una pulsera. La madre de la niña, viendo que su hija se había alejado un poco, y que estaba con una lugareña (no por su piel, sino por sus trapos), se acercó y tomó del brazo a su hija. Pero su hija le señaló una pulsera de perlitas verdes que Mirel sostenía en una tabla. Mirel se la ofreció, en francés, le dijo que costaba veinte pesos, y que estaba muy bonita, y que si no se la llevaba. Le dijo, en francés, en pulcro y original francés, que se la dejaba a diez pesos. La señora se extrañó de modo tal que fue por su marido, lo enteró de la situación y, asombrados, compraron la pulsera en treinta pesos. Mirel dio las gracias a la familia en francés. Y no fue sino hasta el anochecer, justo cuando comenzaba a zarandearse en su hamaca, que se preguntó cómo diablos habló francés.

Pero ya no tuvo tiempo de explicárselo, porque al día siguiente tomó su bicicleta, pedaleó como loca hacia la playa, atravesó por los hoteles, tiró sillas y mesas, bajó por una rampita hacia la arena, y se metió al mar. Abrió un tremendo surco, y aceleró por debajo del agua, destruyó arrecifes y descubrió tesoros, hasta que los pulmones le reventaron.

El atractivo turístico de Zihuatanejo es, evidentemente, la imagen que flota en medio del mar, que no descolocan ni los botes, ni los delfines ni las ballenas, que no lo explican ni los científicos ni nadie: una bicicleta con las ruedas hacia el cielo.

Incluso permanece en época de huracanes.

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