miércoles, 26 de diciembre de 2007

Psychédélices




Tenía una voz espléndida, un coro multitudinario de muecas lujosas, la esencia femenina cristalizada en sus muslos blancos con forma de amor, los ojos y la boca de una cantante dichosa. Alzando un dedo silenciaba a todo el auditorio. Convertía la algarabía de su gente en una locura sin ruidos. Tenía un puñado de mundo en sus manos.

Una mañana de lunes, Joel se enteró de que ella había muerto.

En un principio, mirando los posters sobre la pared, comprendió que llorar sería absurdo, y esa fuerza le detuvo las lágrimas...
Alizée era una cantante francesa de música popular que nunca visitó el país. Nunca la vio. Nunca en la realidad de lo tangible. Pero hacía cinco años que Joel no se dedicaba a otra cosa más que a seguirla mediante la red, leyendo noticias y rumores acerca de ella, y promoviendo su música estruendosamente a los vecinos. Todas las noches escuchaba sus discos completos. Estaba enamorado.

─¿No te das cuenta de que es una estupidez? ─le decía su madre─. Deberías conseguirte una novia y dejarte de pelotudeces.

Te enamoras de un rostro, de las voces, de los pómulos, del cabello, de la piel, de un par de nalgas brillosas. Dado el avance tecnológico actual, en poco tiempo conseguiremos resumir las causas que desencadenan los síntomas del amor en una tarjeta inteligente, en un chip, en algún artefacto que todavía no se inventa. Y es que el amor es un síntoma químico, aunque los poetas se nieguen a compartirlo, totalmente explicable. Nosotros somos capaces de poner en coma a una persona, o no siendo tan drásticos, afectar ciertas partes específicas de su cerebro y controlar así las emociones. También existen patologías que afectan el estado de ánimo positivamente, sin embargo, muy pronto ofreceremos el amor, el verdadero amor, a cualquiera que desee tenerlo. Así que mi querida Ana, es posible que tu hijo esté enamorado. Es decir, puede tomar una taza de café con Alizée tan caliente y azucarada como la que nos tomamos ahora. Aunque...

...Sin embargo se derrumbó y las lágrimas salieron de sus ojos como chorros de manguera. No había nada de absurdo en el acto, él se lo decía y se lo repetía. Y volvió a derrumbarse. Ya no se repitió nada. Arrojó el monitor del computador al suelo (no se vio más la imagen terrible de la cabeza sin rostro). Se puso de pie frente a la ventana, y permaneció ahí cual estampa llorando las tres horas siguientes.

Ya su madre se había enterado, y de hecho estaba prevenida por si alguna vez mataban a esa francesita nalgona. Tomó el teléfono y llamó a una de sus comadres más fieles, que trabajaba de plañidera en los panteones los días de muerto (era contratada para llorar al lado de las tumbas de la gente que no tenía mucha familia).

Joel se hincó, aturdido. Alizée había muerto en un accidente carretero y la imagen que circulaba en la red no era más que una manta de la que salían un par de piernas rematadas con botas rosas. Recordaba la imagen.

Media hora después arribó Margarita, la comadre de su mamá. Traía puesta una playera color violeta con el logotipo del nuevo disco de Alizée en el pecho. Él quiso sacarla a golpes, pero la señora Margarita lo abrazó con fuerza, y le tomó del cráneo. Lo inclinó hacia ella y los dos comenzaron a llorar. La señora Margarita le decía que se calmara, que tratara de respirar tranquilo, que el mal rato iba a pasar.

Joel jadeaba.

Más tarde se estabilizó. La madre abrió la puerta y le recordó que los lunes había sesión con el terapeuta.


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