jueves, 27 de diciembre de 2007

Amar no son los labios de Carmen

"...tendrás mis labios, cuando te toque por primera vez

será con mis labios,

tú no sabrás dónde, de repente sentirás el calor de

mis labios sobre ti, no puedes saber dónde si no

abres los ojos, no los abras,

sentirás mi boca donde no sabes..."

ALESSANDRO BARICCO, Seda

Es el patio de una biblioteca que me ha llevado a conocer. Ella se turba cuando discute de política. Le falta el aire y sube los hombros. Qué fresca la tarde, me dice, y golpea la mesa de piedra y se roza la mejilla con los nudillos rojos. Boca abierta y atomizador a la garganta. Disimula el asma y me ve. Me ve y guarda su aparato. Y seguimos.

Lo que tú no entiendes es que ese pendejo no va a hacer nada por el país, seguiremos igual de jodidos, cómo quieres que te lo explique, me dice. Caen muchas hojitas de los árboles; vuelan como alfombras y se meten entre mi cuello y mi camisa. Los cubanos sí tienen huevos, ellos sí son cabrones, yo aquí sería la primera en quitarme la ropa para estar igual de chingada que todos… ¿dónde estás Fidel? Yo veo a Carmen, sus cejas en arco y sus labios, estéticos. Su ropa. La admiro, la reviso, la calculo. Inútilmente disparo argumentos. Es una tarde quieta y hace frío y el frío me gusta y Carmen me gusta y la biblioteca me gusta. Le falta el aire y sube los hombros. Bonito suéter de rayas negras y blancas.

Me duelen las nalgas, omito el reloj. Nos da risa, al final. Debatamos en otra ocasión que si no terminaremos de las greñas. Voy al baño, voy contigo. Mientras la espero analizo las columnas, las fotografías enormes en blanco y negro, al policía de la entrada, al viejo señor que va con la barba en el pecho, los cajones de las fichas bibliográficas, los detalles, al joven que viene. Camino en triángulos.

Carmen sale; al mismo lugar o adonde quieras. Tú decide, le digo. Vamos afuera. Y vamos. Niños, música, la noche advirtiendo. Ella parece distinta; a lo mejor los azulejos le dieron consejos. Nos sentamos en una banca. No más política. Se puede tener sexo sin hacer el amor, pero... ¿es posible hacer el amor sin tener sexo? Claro, en la vida es lo primero que aprendemos; a los cinco ya todos amaron, me dice (¿todos?). Pero vaya, que cuando el hombre penetra y el corazón se sale... Tú sabes, no es lo mismo. Y sudas. Y tiemblas. Y te retuerces. El cuello se destroza. Y los ojos se amontonan, en su sitio. Y las piernas se doblan. Tus manos son de acero. Y gimes. Quizás. Que la fidelidad, que las oportunidades, que la nada. El amor allá y el amor en la familia. El odio.

Respiración y palabras paseando mis orejas.

—Soy coqueta —dice.

—Ya veo —respondo.

Menuda Carmen: aparenta quince pero tiene veintiún años. Qué pedazo de mujer me vine a encontrar (recuerdo cuando Mirel creyó descubrir la maleabilidad del tiempo). Que la noche caiga con todo su peso y luego hablamos. ¡Hace mucho frío!, le digo. Se para frente a mí, baja el cierre de su chamarra y la abre cual águila a punto de volar. Abrázame. Mi cabeza cómoda, mis cabellos arropados, mis orejas en sus pulmones. Su cintura en mí. Una cintura fina, noto.

Hablo de no sé qué cosa y de repente volteo y me toma los labios con sus labios. Me mastica con ternura de madre. Yo escribo prosa, la beso con prosa: la suya es pasión de mujer poeta. El primer día que nos vemos. Y no es un beso tras otro, sino un beso en otro y en otro, y en cada abrir y cerrar mi corazón ya dio mil vueltas y mi cerebro se quebró de impaciencia. Profundidad breve. Me suelta. Mira mis ojos, yo los veo pero no basta. Ella aletea las pestañas. Carmen es poeta.

Le acaricio el costado del rostro y le tomo sus labios con mis labios, y ella toma mi lengua con su lengua, y la noche y las luces y la gente y el frío y el calor y la saliva y su cintura se funden. Cierra los ojos. Yo veo que cierra los ojos. Me altero demasiado. Ella se suelta de mis labios, sin más, contenta. Nos vamos, dice. La acompaño a su casa y me retiro. Pero no disfruto el beso en el camino de vuelta porque cuando uno tiene dieciséis años y sabe que Carmen ama a alguien que la ama es menester desenmarañar lo que uno siente antes de untarle miel a la imaginación. Pero ya en mi almohada, contagiado de mi adolescente algarabía…

Y de pronto, los gallos. Siempre los gallos.

_

2 comentarios:

Carmen dijo...

sin duda tienes talento. El cuento me gusta. Sabes que no te pertenece como nada de lo que escribas.

Qué tiempos aquellos.

Saludos

Jesús Chárraga Escobar dijo...

Oh, qué desveladas.

Quiero leerte.

Aureliano.